Estoy en el banco. La gente me mira,
ellos se conocen entre todos, pero a mí no. No soy de acá. Soy de un pueblo
vecino. Vengo seguido por trabajo y además, al banco. Es un Banco Nación y en
mi pueblo no hay. No es que este pueblo sea mejor o más lindo que el mío, no.
Nos disputamos muchas cosas, ellos tienen Banco Nación, nosotros tenemos más
restaurantes, y más escuelas. Estamos a 16 kilómetros.
Siempre hay mucha gente, el cartel avisador de los
números de orden para las cajas marca el 18 y yo tengo el 31. Parece que voy a
estar un rato largo. Me espera el albañil en la obra pero no me animo a irme y
volver después, a veces los números pasan rápido, a veces no.
Atrás mío escucho como conversan dos
señores mayores. Hablan de la economía, de política y por supuesto, se quejan
de todo, especialmente de la presidenta. Hablan del campo, de la soja, del
dólar. Los temas de los que hablan todos por acá. Parece que la siembra de la
soja en Estados Unidos pinta exitosa y eso está haciendo bajar el precio, después
de tantos años viviendo en la zona, hasta yo lo entiendo.
Odio los bancos, las esperas, los
papeles, los “sistemas”. Este banco por lo menos tiene asientos donde esperar cómodamente, entonces yo,
que no conozco a nadie y no puedo matar el tiempo haciendo sociales como hacen
los demás, me traigo algo para leer. Pero hoy no, el libro que estoy leyendo es
muy grande y pesado. Así que saco mi hermosa libretita de Gaudí y mi lapicera y
escribo.
El banco cambió totalmente su
organización interior desde que sucedió lo del caso Piparo. Ahora no vemos qué
hacen los cajeros ni porqué tardan tanto, ni siquiera podemos saber si de las cuatro
cajas está funcionando una sola o las cuatro. Sólo queda mirar para el
cartelito que cambia los números. Y esperar, escuchar, escribir.
Llega un señor más joven y se sienta a
mi derecha. Le habla a la chica que esta mas allá sentada hace rato: “tengo
para toda la mañana” le dice, y la chica resignada le contesta: “esto es
siempre así”. Y yo pienso, bueno, toda la mañana no, porque levanto la vista y
alcanzo a ver el reloj de pared que está colgado en la oficina del gerente y
marca las 11:10. Para mí la mañana ya está terminando. En los pueblos del
interior el mediodía es a las 12, 12 y media a más tardar. El mediodía marca el
fin de la mañana y el comienzo de la tarde.
Suenan teléfonos con todas las músicas
posibles. La gente va y viene, sale, habla en la vereda, vuelve. Se escucha a
cada ratito: “estoy en la banco, después te llamo”. Y yo me pregunto cuando el cartel ya marca el
23, “¿qué hago acá?, ¿podríamos vivir sin esto, que tanto estresa, que a nadie
le gusta?”. Supongo que sí, pero quedaría afuera de muchas cosas, del bendito
“sistema”. Hoy vine porque tengo que pagar lo que gasté en mi último viaje y a
hacer una transferencia para el taller de escritura a distancia. Viajar y
escribir, dos actividades que me dan mucho placer. Que me significan una hora
en el banco una vez por mes.
Tampoco
es para tanto, levanto la vista y el cartel ya marca el 26.
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