jueves, 1 de diciembre de 2016

CUARENTA CUADRAS, CINCUENTA MINUTOS


Hoy a la tardecita salí a caminar. No hay palabra más linda que tardecita. Y tan certera. Ese rato de tiempos muertos que tengo desde que vuelvo de trabajar y la cena. La tardecita que cobra más sentido y peso en el verano, porque es más larga y porque  hace calor.
Salgo a caminar todos los días. En el invierno, a la siesta, cuando empieza el calor, a la tardecita. Imposible salir a caminar a la siesta un día como hoy con 37ª de sensación térmica. Salgo sola, porque quiero despejarme, pensar mis cosas, sacar conclusiones, llorar detrás de los anteojos de sol. Observar. Si salgo con alguna amiga se conversa mucho y vuelvo nerviosa, acelerada. Cuando el celular logra terminar el día con algo de batería me lo llevo y escucho la radio. Una específica, un programa concreto que me gusta. No tengo música en el celular. Nunca tuve.
Tengo un recorrido rutinario. Evito las calles donde pasan muchos autos, gente, motos, bicis, perros. Pero a la vez, no tengo muchas opciones. Camino aproximadamente unas cuarenta cuadras. Nada del otro mundo. Cuarenta cuadras, cincuenta minutos. Siempre igual.
Pero hoy fue diferente. Fui testigo de algo que trato de olvidar pero no puedo. Cuando estaba caminando por el veredón, llegando a la punta de la avenida, veo venir a una chica con la que tuve una reunión de trabajo hoy a la tarde. La reconocí a lo lejos, la saludé y le di la espalda porque tenía que pegar la vuelta. Alcancé a ver que entre las piernas le caminaba un perrito, chiquito, negro y blanco. Lo que yo llamo un cusquito. Pensé que sería de ella. Mucha gente camina con sus perros, algunos atados, otros sueltos. Yo lo intenté un par de veces con mi Adela pero no dio resultado, me la pasé buscándola y retándola porque se distraía con cientos de cosas y no me seguía. Cuando le conté al veterinario la anécdota me alertó. Me dijo que no la lleve más porque era peligroso. Por la calle, los autos. Además pobre mi gorda, volvió cansadísima.
La escuchaba a Norma que me camina por detrás, cerca. Vi como el perrito se adelantaba, me seguía a mí, después a una chica que pasó corriendo, después pegó la vuelta con unas señoras que venían de frente, después en la calle siguiendo a otras chicas en rollers. Y así. Cuando lo tuve cerca, adelante mío lo miré bien. El amor que siento por mi perra hizo que de a poco me fuera enamorando de todos los animales del universo. Siento una empatía enorme hacia ellos. Y los perros me pueden. En un momento siento que alguien comenta algo sobre él. De quien será, estará perdido. Yo convencida que era de Norma. Después de varias cuadras, de pronto siento el ruido de una moto grande, miro para la calle y veo justo al lado mío, sobre el borde del cordón, al perrito salir volando. La moto lo había atropellado, o enganchado con alguna parte. Hizo una pirueta en el aire y cayó sobre el césped. Lo miré, le miré los ojitos, la panza que respiraba, como en una película en cámara lenta y pensé, segurísima, ahora se levanta, no pasa nada. No hubo ningún ruido trágico, fue como si nada hubiera pasado. Pero en esos segundos que pasaron nada pasó. Seguí avanzando y escucho cómo las personas que habían visto todo de frente y Norma que venía detrás dicen, ay nooo, está muerto. No pude parar, ni siquiera pude mirar para atrás. Seguí caminando y automáticamente empecé a pensar en mi papá. En los años que me iba a dormir con el teléfono cerca pensando que llegaría el llamado avisando de su muerte. Y lloré, lloré. Por mi papá, por su muerte que siento cada vez más cercana. Por las excusas para llorar. Por el perrito, por todo lo que me duele en estos días. Por mí.

Y también me acordé en el último entierro que estuve, de una muerte ridícula, cercana, totalmente inesperada, viendo a tanta gente joven llorar desconsoladamente y saber, certeramente que no todos lloraban por el muerto. Que algunos lloraban por los vivos y otros, por ellos mismos.

domingo, 10 de abril de 2016

Eso

Esos amaneceres de verano, en el campo, cuando la noche se hace día y despertamos sin haber dormido. Llenos de mentiras, intensos, con sol y luna. Ese misterio de estar solos. Esas primeras veces. Ese silencio.
Esas tardecitas únicas, después de la novela, antes del fútbol. Esa incertidumbre, esa búsqueda.
Esas mañanas divertidas, conectados con un hilo invisible, en actos y actitudes. Ese pasillo en el colegio. Esas miradas.
Esas noches secretas en tu casa, oscuras, ocultas, íntimas. Esos miedos. Esas expectativas.
Esas madrugadas insólitas, tomando agua de los charcos, haciendo llover, comiendo el jazmín de la vecina. Esas sorpresas. Ese invierno en mini falda en la casa de mi infancia. Esas manos en mi espalda, esa sonrisa.
Esos días inventados. Ese amor posible.
Eso.

Lo nuestro.

lunes, 8 de junio de 2015

OBSERVACIONES CLINICAS


La clínica tiene una salita de espera justo enfrente de la habitación n°4. La salita es como un pupo arquitectónico, un cuadrado que sobresale para afuera y no molesta el normal funcionamiento del pasillo. Tiene un ventanal que da a un patio de luz por donde entra muy poca luz y cuatro sillones horribles e incómodos. Pero me permiten sentarme a leer mi Murakami sin alejarme de la habitación, tengo que hacer guardia, no vaya a ser cosa que justo llegue el médico y yo no esté y después no sepamos qué pasa. Porque nunca sabemos qué pasa y porque los médicos son “escurridizos”. Los entiendo, yo hago lo mismo con mis clientes, voy a la obra cuando sé que ellos no están, hasta me aprendo sus horarios de trabajo para evitarlos. Eso me permite hablar con el albañil y listo. Aunque sepa que en algún momento nos tendremos que encontrar. Pero no cambiemos de tema. Ser médico no es lo mismo que ser arquitecto. Una vida vale más que una casa.
En la clínica hay pocos momentos de silencio. La mañana temprano, la siesta, la madrugada. Aunque se escuche el constante chancleteo de las enfermeras. Porque las enfermeras chancletean desde que se pusieron de moda esos suecos plásticos espantosos y mugrientos que ellas usan en blanco combinados con medias de colores inverosímiles.
Hoy a la mañana mientras disfrutaba de uno de esos momentos de paz, leía mi Murakami y relojeaba la puerta n°4, de pronto se llenó el pasillo de gente, una familia entera, enorme, unas quince personas de todas las edades. Me asomo y entiendo, al final del pasillo está el quirófano. Los tengo a unos pocos metros, ellos también hacen guardia frente a otra puerta, no la veo, será la n° 5? Porque misteriosamente y sin lógica la de al lado de la n°4 tiene una letra A. Los escucho hablar. Son siete hermanos, la enfermera se encarga de hacer las preguntas de rigor. Preguntas personales, obvio. Son de otro pueblo, eso justifica por qué llegaron en grupo (aunque yo también soy de otro pueblo y estoy sola). Operaron al padre de los siete de una hernia, están esperando que se termine de despertar para verlo. Quedó más familia en el pueblo porque un par hablan por celular y dan las buenas nuevas. Todo salió bien. Yo sigo con mi libro. Por mi puerta no hay novedades y para la familia numerosa tampoco. Hasta que entra en escena otro actor (o actriz) de las clínicas, la que limpia. La escucho que les dice claro y en voz alta: qué hacen todos ustedes acá, tengo que limpiar el pasillo. Vayan a la salita de espera. “Mi” salita de espera. Enseguida se escucha el carro de la limpieza, palos, trapos, baldes. Olor a clínica, tapemos todo con olor, hagamos como que limpiamos. Vienen todos en tropel hacia los sillones y se encuentran conmigo, sentadita, libro en mano. Me atraviesan cuatro o cinco, se acomodan en los tres sillones restantes, niños a upa, dos por sillón, los demás sobre el pasillo. Me rodean, conversan, mandan a uno a cambiar la tarjeta del estacionamiento y me miran con intención que me vaya, estoy de más. Ellos me miran a mí y yo miro el libro, trato de entender por qué Kitaru manda a su mejor amigo Tanimura a declararse a su novia Erika. Parece que quiere ponerla a prueba, desconfía de ella. Hasta que los salva la campana. Pego un salto. De pronto pasa el muchacho cardiólogo, cuando lo veo me pregunto: en qué momento de su vida estudió y viajó a tantos congresos este chico? (los vi colgados en su consultorio en otra oportunidad). Aparece de jean, camisa, barbudo. Pero el tipo es cardiólogo y punto. Me saluda con un beso, tiene aliento a café. Lo atajo para que me informe algo. Como ya expliqué antes, es escurridizo y anda a las corridas. Trato de retener lo que me dice. Y listo, el que se fue a Sevilla perdió su silla. La familia terminó de ocupar toda la salita. A la noche se irán y yo seguiré acá y volveré con mi Murakami.
A la tardecita logro ocupar de nuevo mi lugar, mi silloncito. Y escucho que hablan pero del otro lado del pasillo. Es la parte de los consultorios. Tampoco los veo, los imagino, son una señora y un señor que obviamente no se conocen pero se cuentan todos sus males físicos. Nunca lo entenderé. Esa necesidad de compartir cosas personales con desconocidos en clínicas, aeropuertos y ascensores. Habrá otros lugares más, estos tres, comprobados por mí. La señora cuenta: el cuerpo te pasa factura, cuando te toca, te toca, doce años cuidando enfermos, mis padres, mi marido, mi suegra. Zafé entre los palos de cáncer de tiroides (yo también y no se lo cuento a nadie), me sacaron todo, tenía tres nódulos (yo tenía siete y no se lo cuento a nadie). Ahora me operaron de hernia en las cervicales, tres meses con cuello ortopédico, pero no de esos blanditos, no, el de plástico duro. No me lo podía sacar ni para dormir, ni para bañarme. Y cuando dijo eso, automáticamente me la imaginé acostada, desnuda, por hacer el amor con el marido, supongamos, con el cuello ortopédico puesto. Es muy común en mí cuando estoy con amigos, una pareja, por ejemplo, imaginármelos teniendo sexo. No sé porque. Algunos me los imagino fácil y otros no puedo, en esos casos pienso que no tienen relaciones, que andan mal. Como si mi imaginación manejara la vida sexual de las personas. En este caso me tuve que imaginar no sólo la situación sino la cara de la señora, la cual nunca vi. Estaba contenta porque la había operado el Dr. Olivero, un neurocirujano muy de moda por estos lares, eso lo sé porque también lo hemos frecuentado.
Pero volvamos a lo mío. Me asomo a la habitación n°4, mi papá duerme y espera. Paciente, como buen paciente. Me escucha entrar, se da vuelta, me mira. Quiere saber si hay novedades, cuándo nos vamos, qué hora es. Me pregunta a cada rato qué hora es. Mi papá, que hace años está enfermo de enfermedades de todo tipo, de las más raras y complicadas. El sobreviviente, el que debería estar muerto, como me dijo un médico amigo cuando llorando le planteé que tenía miedo que muriera pronto. Agradecé que está vivo, me repitió varias veces. El papá que nos crió sin palabras y con ejemplos, que no se queja, no demanda ni manda. Agradece y espera. Yo agradezco y temo.
Cenamos tempranísimo (me dan de comer en la clínica) y la noche pinta eterna. Como adentro no hay señal voy hasta la vereda a dar el parte médico al resto de la familia  que espera a más de 100 kms.  Estamos en junio y todavía no hizo frío. Mañana viaja Benjamín, me avisan. Es mi relevo. Pero para mañana falta un siglo, mirar las novelas que le gustan a mi papá a un volumen imposible para mis oídos jóvenes, las rondas de enfermeros y que la mamá jovencita que pasó para la sala de parto en silla de ruedas tenga su bebé y exista una vida más sobre la tierra.
Entonces, me instalo en el silloncito, necesito saber qué va a pasar entre Tanimura y Erika, si finalmente se dirán todo lo que se tienen que decir o simplemente no pasará nada, como en todos los libros de Murakami.




jueves, 28 de mayo de 2015

Palabras

Escribo para que sepas quién soy.
Escribo para que salgan las miles de piedritas que pesan en mi corazón.
Escribo porque leo.
Escribo porque amo las palabras, las admiro, las envidio porque dicen lo que yo no puedo.
Escribo desde niña, contando mi vida día a día, para recordar.
Escribo desde adolescente contando sueños, amores, proyectos, fantasías, esperas.
Escribo desde adulta contando mis viajes, mis niñas, mi amor, mis dolores, mis penas.
Escribo para entender, para aprender, para ser, para existir y no desaparecer.
Escribo porque sino moriría.

Sin vos moriría.

PRE ADOLESCENCIA



ADOLESCENCIA 100%













HOY

martes, 31 de marzo de 2015

CREDO


Creo en lo que veo, en la materia, en la genética, en la piel.
Creo en el universo, en la naturaleza.
Creo en la sabiduría, en los que saben, en los que enseñan, en los que aprenden.
Creo en los que suman. En los que multiplican.
Creo en las personas, en los amigos, en la familia.
Creo en los compañeros, en las compañías. Creo en las buenas intenciones.
Creo en lo que leo, en lo que escucho.
Creo en lo que escribo.
Creo en las letras. Creo en el trabajo. En la libertad.
Creo en mis manos, en mis pies, en mis sentidos.
Creo en un ladrillo sobre otro. En cuatro paredes y un techo.
Creo en lo que veo.
Creo en tu cuerpo. Creo en los compromisos, en los que se comprometen.
Creo en el respeto, en la responsabilidad. Creo en la puntualidad.
Creo en la voluntad.
Creo en el amor que todo lo cura, que todo lo puede. Creo en la verdad.
Lanzo mi deseo al universo y espero.
Lanzo mi deseo al universo y acepto.

Lanzo mi deseo al universo y creo en mí.


domingo, 31 de agosto de 2014

volar

A los 16 años tenía alas, unas alas enormes, superpoderosas. Alas que ya, a esa edad, me habían llevado unos meses de intercambio a Estados Unidos, a estudiar mil cosas, a ser la mejor alumna, a salir de lunes a lunes, a escribir poesías, jugar vóley, salir corriendo al medio de la calle apenas se largaba la lluvia. Alas para rendir quinto año libre.
Quería irme.
Empecé a estudiar para rendir y quedé embarazada.
Quería irme en serio. Quería dejar de ser hija, entonces fui madre.
En cinco meses rendí todas las materias, terminé el secundario, me casé, nació mi hija, me mudé, empecé la Facultad. Estaba en el camino, pera ya no tenía mis alas. Tenía una hija, marido, depto, ropa, comida, facultad. ¿Cuán lejos me había ido?
Pasaron los años, vinieron los logros, los títulos, la familia afianzada, la seguridad económica. Y las dudas, la eterna búsqueda. La disconformidad. ¿Y ahora qué?
“Y ahora yo, ¡ahora me toca a mí!”. Eso me dije hace un par de años y me fui un mes de viaje, sola. Y fui feliz, me sentí tan libre que no quería volver. Sentía cada día como mis alas crecían, lentamente. Y se abrió una puerta. La puerta de la crisis.
Al regresar me sentía rara. Quería volverme a ir, quería TODO para mí. Había llegado el momento de disfrutar de los logros y yo quería soltarlo todo.
Con el tiempo me calmé y comenzaron a reacomodarse las cosas. Pude entender que no quiero perder lo cosechado, ni tampoco hacer a los 40 (con otra realidad) lo que dejé de hacer a los 18 años.

Hoy tengo mis alas nuevamente. 
Aprendí que ya no tengo que volar sola, puedo volar en bandada.


viajar/volar

miércoles, 30 de julio de 2014

Madre, hijas

No elegí ser mamá y ese hecho fortuito, trampa del destino, del subconsciente, o como queramos llamarlo según quién lo analice, marcó para siempre mi relación con la maternidad y con mis hijas.
Quedé embarazada a los 16 años y para mi significó, simplemente, el pasaporte para irme de casa con el amor de mi vida. No concibo mi maternidad sin lo esencial, lo fundacional en esta historia que comenzó hace 25 años, el amor y la presencia de mi pareja.
Hace muchos años vi por casualidad un informe de un matrimonio de Estados Unidos donde explicaban que para ellos era mucho más importante la relación de pareja que la relación con sus hijos. Que era difícil de entender para todos pero que así lo llevaban y eran muy felices. Yo era chica pero lo entendí y me sentí muy identificada. Mis hijas mayores entienden que para nosotros es muy importante el “nosotros”, estar solos, hacer cosas sin ellas. Supongo que se lo debemos al hecho de no haber compartido nunca nuestra vida de pareja sin niños. Cuando nos fuimos a vivir en familia, mi hija ya había nacido y ahí comenzó un ansia, una necesidad de poder estar, alguna vez, solos. Hecho que tuvo que esperar años para hacerse realidad.
No soy una mamá “enamorada” de sus hijas. Esas mamás que es de lo único que hablan, de sus hijos, sean chiquitos, medianos o grandes. Y hablan de ellos como si fueran los hijos más importantes en el universo de los hijos. Lejos de toda realidad, todos somos hijos y todos tenemos una madre. No somos tan especiales. Creo que la maternidad te quita todo, todo lo que eras, lo que querías ser. Pero te da otras cosas, quizá, mucho más importantes y valederas. Te da la posibilidad de cambiar y ser una mejor persona. Cuando me fui de casa, a vivir a una ciudad, lejos de mis padres, lloraba por las noches. Lloré todas las noches durante meses repitiendo “no voy a poder”. Y no me refería a poder llevar adelante una familia, una casa, un matrimonio, la facultad, tenía miedo de no ser capaz de criar a un niño, no desde el punto de vista filosófico, no, simplemente desde las cuestiones domésticas más simples. Tenía miedo que se enfermera y yo no me diera cuenta, por ejemplo. Tuve que madurar para ser mamá, era adolescente y necesité cambiar muchas actitudes para poder enfrentar todos los días a una niña que me necesitaba con los pies sobre la tierra, coherente, paciente. Ese ser que manejaba mi vida, que me ataba, que me dejó sin alas, fue el mismo ser que me enseñó a demostrar cariño, a no sentirme sola, a ser feliz.

Hoy que mis hijas son grandes la maternidad se lleva fantásticamente. Son mis compañeras, en las buenas y en las malas, proyectamos, organizamos, nos apoyamos. Saben que necesito mis espacios, sola y con su padre, que cuentan conmigo pero que no me gustan lo pegoteos. Que me baso en la confianza y en darles las herramientas para que se sientan seguras y libres. Pero que no seré yo quien llame todos los días para ver qué hacen. Que respeto sus vidas como respetan la mía. Que lo único que les pido desde pequeñas es una relación basada en la verdad y en la libertad. Y aunque costó, fuimos encontrando el equilibrio. Lo mío no son los juegos, los besos ni los chistes, eso queda en el terreno del padre. Conmigo charlan, estudian, leen, vamos al cine. Alentamos entre los cinco la independencia y el amor. Soy una madre que no sigue libros ni consejos, apoyar en las buenas, estar atenta en las malas, no mucho más, una madre casi libertina en cuestiones sexuales, una madre coherente que no olvida que fue madre adolescente. Una mujer que maduró como persona y como madre a la par de su hija, todo al mismo tiempo. Una madre que aprendió que aunque los hijos crezcan, se es madre para toda la vida.
madre-niña   madre-bebé