A los 16 años tenía
alas, unas alas enormes, superpoderosas. Alas que ya, a esa edad, me habían
llevado unos meses de intercambio a Estados Unidos, a estudiar mil cosas, a ser
la mejor alumna, a salir de lunes a lunes, a escribir poesías, jugar vóley,
salir corriendo al medio de la calle apenas se largaba la lluvia. Alas para
rendir quinto año libre.
Quería irme.
Empecé a estudiar
para rendir y quedé embarazada.
Quería irme en serio.
Quería dejar de ser hija, entonces fui madre.
En cinco meses rendí
todas las materias, terminé el secundario, me casé, nació mi hija, me mudé, empecé la Facultad. Estaba en el camino, pera ya no tenía mis alas.
Tenía una hija, marido, depto, ropa, comida, facultad. ¿Cuán lejos me había ido?
Pasaron los años,
vinieron los logros, los títulos, la familia afianzada, la seguridad económica.
Y las dudas, la eterna búsqueda. La disconformidad. ¿Y ahora qué?
“Y ahora yo, ¡ahora
me toca a mí!”. Eso me dije hace un par de años y me fui un mes de viaje, sola.
Y fui feliz, me sentí tan libre que no quería volver. Sentía cada día como mis
alas crecían, lentamente. Y se abrió una puerta. La puerta de la crisis.
Al regresar me sentía
rara. Quería volverme a ir, quería TODO para mí. Había llegado el momento de
disfrutar de los logros y yo quería soltarlo todo.
Con el tiempo me calmé y comenzaron a reacomodarse las cosas. Pude entender
que no quiero perder lo cosechado, ni tampoco hacer a los 40 (con otra realidad)
lo que dejé de hacer a los 18 años.
Hoy tengo mis alas nuevamente.
Aprendí que ya no
tengo que volar sola, puedo volar en bandada.
viajar/volar
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