Ella tiene un cuaderno donde anota
todos sus viajes y en las últimas hojas hay dos solapas, una dice: “lugares a
los que quiero ir”, y la otra, “lugares adonde quiero volver”. Y ahí estaba
firme Nueva York, hace muchos años, en la solapa de lo desconocido.
Ella soñaba con conocer Nueva York.
Ella ama las ciudades, las prefiere, sin dudar, a los viajes de playa. Ella
quiere aprender, conocer, saber dónde está parada.
Cuando junio decía adiós con la mano y
el frío se instalaba por fin en sus tierras, ella decidió partir. Su trabajo,
su familia, su bolsillo y su entusiasmo le alcanzaban para pasar diez
intensamente planificados días en la
gran ciudad.
A ella no le gusta el calor, pero en
Nueva York y de vacaciones, lo mismo le da. Esa limitada capacidad física de
trabajo intenso que mueve sus días se multiplica infinitamente cuando está de
viaje. La curiosidad es su combustible interminable.
Ella camina y gira la cabeza hacia
todos lados, absorbe como una esponja todo lo que ve. Ella es arquitecta y
tiene una fina memoria visual, estética. Ella camina horas, se detiene y mira a
la gente, el diseño de un banco, una marquesina, una puerta, un jardín. Ella no
toma muchas fotos, le parece que pierde el tiempo, prefiere mirar todo con sus
propios ojos y recordar.
Ella cuando viaja es feliz, nada le
duele, nada le molesta, nada se extraña. Ella vuelve de sus viajes con la
cabeza llena. Siente que crece, que se arriesga. Ella es organizada y
estructurada, tiene un listado de lugares para conocer, de los turísticos y de
los otros y los va cumpliendo día a día.
Ella planea todo sola, se mueve en subte, compra pasajes, reserva hoteles,
organiza visitas. Ella se autogestiona porque
le gusta sentirse libre. A veces se pone ansiosa, sale de su zona de confort.
Eso es lo que le gusta de conocer lugares nuevos, emocionarse, sorprenderse,
sentirse viva.
Ella se encuentra una tarde calurosa en
un parque del Soho con un coro de chicos que cantan bellísimo rodeados de gente
que aplaude y se emociona. Ella se tapa la cara con las manos y llora. Se
pregunta por qué está sola. Llora porque se encuentra envuelta en un momento único,
irrepetible y no tiene con quien compartirlo. Llora porque reconoce la certeza
de un sueño que se cumple, lo siente en su cuerpo, lo sella en su mente. Ella
también sabe que hay cosas difíciles de compartir, como caminar veinte cuadras
para llegar al Guggenheim, porque admira al arquitecto que diseñó el edificio.
Ella se para en la vereda de enfrente y se le pone piel de gallina. Ella entra
al Met y al encontrarse con un Van Gogh auténtico le tiemblan las piernas. Esas
son las cosas que a ella le gustan. La trascendencia de la historia. Las
huellas que deja la gente que admira.
Ella lee a Murakami y se lleva el último
libro que compró. Se decepciona al entrar a la biblioteca pública y encontrase
a cientos de personas leyendo de computadoras. Ella sabe que la gente lee, pero
ya no tienen libros en la mano. Ella se sienta con su Murakami a la sombra en
el bellísimo parque detrás de la biblioteca
y se siente feliz. Ella todavía viaja con sus libros a cuestas.
Ella se enamora de los barrios de la
ciudad donde puede percibir algo de personalidad, de historia. Ella busca eso,
aun en Nueva York. Ella no es especialmente admiradora de la cultura yanqui,
pero envidia su comportamiento ciudadano. El estado de los espacios públicos,
los museos, los parques, las calles. Ella no puede dejar de pensar en su país,
tan diferente.
Ella va al ground zero, donde estaban
las torres gemelas y se pregunta cómo pudo suceder algo así, ahí, en ese lugar.
Ella se queda impactada pero no lo lamenta. Siempre se le dio por estar del
lado de los más débiles y ellos no son, en este juego de poderes que es el
mundo en el que vivimos, ni por asomo, los más débiles.
Ella en esos diez días exprime a la
ciudad y viceversa.
Ella ya está de vuelta inmersa en su
rutina diaria, pero no le importa.
Ella
ya está organizando su próximo viaje.