El agua que es vida, que transforma
una semilla de la quinta en un tomate con sabor a tomate, en unas chauchas para
mi tarta con atún. El agua que es vida, que sana mis riñones, enfermos por
herencia, que lava heridas, que limpia culpas, el agua que es bendita. El agua
que bautiza, que sella, el agua del ritual. El agua que cae en la cabecita del
bebé recién nacido sostenido por manos enormes de padre, enjabonado por manos
expertas de madre. En el baño de la casa vieja, encerrados los siete, siendo
parte. La familia definitiva, el vapor del invierno. La adoración al niño
recién nacido, ya sin cordón umbilical. El agua que cocina mi comida, que
limpia mi casa, que riega mis plantas. El agua que limpia los cuerpos, que lava
mi cabello, largo, enredado, mientras siento las manos de mi madre, movedizas
por toda mi cabeza, hurgando en mis orejas, en mi cuello, con sus uñas largas y
su presencia ocasional.
El agua que es muerte, que destruye,
que arrasa con todo, que ahoga, arrastra, traga como un monstruo hambriento
todo lo que se cruza a su paso. El agua que es llanto. El agua que falta y el
agua que sobra. El agua que hierve, que quema. El agua que es nieve, que es
hielo.
El agua del río que refresca,
que acompaña en vacaciones. Del río de mi infancia, el agua que divierte, que
entretiene. Que crece junto a la sirena de aviso, que da miedo, ese río
amigable y enojado al mismo tiempo. Que se lleva la playita y las carpas y nos
da a cambio un camino de agua entre las piedras para llegar en gomón y a los
gritos de la casa al balneario, medio de transporte imaginario. El agua de la
pileta de casa, la novedad, compañía junto al mate recién descubierto de tardes
adolescentes. El agua que recibe nuestros cuerpos y nos llena de placer en una
tarde de verano.
El agua que contemplamos embelesados,
de lago, de río, de cascada, de mar, el agua infinita. Y la fascinación del ser
humano ante el agua, que funda ciudades, construye casas, inventa historias, convoca
a turistas, atrae como un imán. El agua de lluvia que espero, que me encanta.
La lluvia en el patio de la escuela que me llama a mojarme, a reírme con Mariana.
A volver a casa empapada, en guardapolvo cantando “hoy te esperé bajo la lluvia
dos horas, mil horas, como un perro” y la cara de mi madre, que se sorprende al
verme, no por estar mojada, sino por la letra de la canción.
El agua que corre y el agua
estancada, el agua transparente y el agua que oculta.
El agua, como la vida misma.
La película "Memorias de una Geisha" en su relato inicial, dice que las personas somos agua o tierra. Las que somos agua nos abrimos paso entre los escollos y las piedras y tenemos la necesidad de movernos, en cambio las personas tierra necesitan raíces, necesitan pertenencia, necesitan quedarse cerca de su nido. Algo así decía.
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