miércoles, 30 de julio de 2014

Madre, hijas

No elegí ser mamá y ese hecho fortuito, trampa del destino, del subconsciente, o como queramos llamarlo según quién lo analice, marcó para siempre mi relación con la maternidad y con mis hijas.
Quedé embarazada a los 16 años y para mi significó, simplemente, el pasaporte para irme de casa con el amor de mi vida. No concibo mi maternidad sin lo esencial, lo fundacional en esta historia que comenzó hace 25 años, el amor y la presencia de mi pareja.
Hace muchos años vi por casualidad un informe de un matrimonio de Estados Unidos donde explicaban que para ellos era mucho más importante la relación de pareja que la relación con sus hijos. Que era difícil de entender para todos pero que así lo llevaban y eran muy felices. Yo era chica pero lo entendí y me sentí muy identificada. Mis hijas mayores entienden que para nosotros es muy importante el “nosotros”, estar solos, hacer cosas sin ellas. Supongo que se lo debemos al hecho de no haber compartido nunca nuestra vida de pareja sin niños. Cuando nos fuimos a vivir en familia, mi hija ya había nacido y ahí comenzó un ansia, una necesidad de poder estar, alguna vez, solos. Hecho que tuvo que esperar años para hacerse realidad.
No soy una mamá “enamorada” de sus hijas. Esas mamás que es de lo único que hablan, de sus hijos, sean chiquitos, medianos o grandes. Y hablan de ellos como si fueran los hijos más importantes en el universo de los hijos. Lejos de toda realidad, todos somos hijos y todos tenemos una madre. No somos tan especiales. Creo que la maternidad te quita todo, todo lo que eras, lo que querías ser. Pero te da otras cosas, quizá, mucho más importantes y valederas. Te da la posibilidad de cambiar y ser una mejor persona. Cuando me fui de casa, a vivir a una ciudad, lejos de mis padres, lloraba por las noches. Lloré todas las noches durante meses repitiendo “no voy a poder”. Y no me refería a poder llevar adelante una familia, una casa, un matrimonio, la facultad, tenía miedo de no ser capaz de criar a un niño, no desde el punto de vista filosófico, no, simplemente desde las cuestiones domésticas más simples. Tenía miedo que se enfermera y yo no me diera cuenta, por ejemplo. Tuve que madurar para ser mamá, era adolescente y necesité cambiar muchas actitudes para poder enfrentar todos los días a una niña que me necesitaba con los pies sobre la tierra, coherente, paciente. Ese ser que manejaba mi vida, que me ataba, que me dejó sin alas, fue el mismo ser que me enseñó a demostrar cariño, a no sentirme sola, a ser feliz.

Hoy que mis hijas son grandes la maternidad se lleva fantásticamente. Son mis compañeras, en las buenas y en las malas, proyectamos, organizamos, nos apoyamos. Saben que necesito mis espacios, sola y con su padre, que cuentan conmigo pero que no me gustan lo pegoteos. Que me baso en la confianza y en darles las herramientas para que se sientan seguras y libres. Pero que no seré yo quien llame todos los días para ver qué hacen. Que respeto sus vidas como respetan la mía. Que lo único que les pido desde pequeñas es una relación basada en la verdad y en la libertad. Y aunque costó, fuimos encontrando el equilibrio. Lo mío no son los juegos, los besos ni los chistes, eso queda en el terreno del padre. Conmigo charlan, estudian, leen, vamos al cine. Alentamos entre los cinco la independencia y el amor. Soy una madre que no sigue libros ni consejos, apoyar en las buenas, estar atenta en las malas, no mucho más, una madre casi libertina en cuestiones sexuales, una madre coherente que no olvida que fue madre adolescente. Una mujer que maduró como persona y como madre a la par de su hija, todo al mismo tiempo. Una madre que aprendió que aunque los hijos crezcan, se es madre para toda la vida.
madre-niña   madre-bebé


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