martes, 11 de marzo de 2014

Ella

Ella tiene un cuaderno donde anota todos sus viajes y en las últimas hojas hay dos solapas, una dice: “lugares a los que quiero ir”, y la otra, “lugares adonde quiero volver”. Y ahí estaba firme Nueva York, hace muchos años, en la solapa de lo desconocido.
Ella soñaba con conocer Nueva York. Ella ama las ciudades, las prefiere, sin dudar, a los viajes de playa. Ella quiere aprender, conocer, saber dónde está parada.
Cuando junio decía adiós con la mano y el frío se instalaba por fin en sus tierras, ella decidió partir. Su trabajo, su familia, su bolsillo y su entusiasmo le alcanzaban para pasar diez intensamente planificados  días en la gran ciudad.
A ella no le gusta el calor, pero en Nueva York y de vacaciones, lo mismo le da. Esa limitada capacidad física de trabajo intenso que mueve sus días se multiplica infinitamente cuando está de viaje. La curiosidad es su combustible interminable.
Ella camina y gira la cabeza hacia todos lados, absorbe como una esponja todo lo que ve. Ella es arquitecta y tiene una fina memoria visual, estética. Ella camina horas, se detiene y mira a la gente, el diseño de un banco, una marquesina, una puerta, un jardín. Ella no toma muchas fotos, le parece que pierde el tiempo, prefiere mirar todo con sus propios ojos y recordar.
Ella cuando viaja es feliz, nada le duele, nada le molesta, nada se extraña. Ella vuelve de sus viajes con la cabeza llena. Siente que crece, que se arriesga. Ella es organizada y estructurada, tiene un listado de lugares para conocer, de los turísticos y de los otros y los  va cumpliendo día a día. Ella planea todo sola, se mueve en subte, compra pasajes, reserva hoteles, organiza visitas. Ella se autogestiona  porque le gusta sentirse libre. A veces se pone ansiosa, sale de su zona de confort. Eso es lo que le gusta de conocer lugares nuevos, emocionarse, sorprenderse, sentirse viva.
Ella se encuentra una tarde calurosa en un parque del Soho con un coro de chicos que cantan bellísimo rodeados de gente que aplaude y se emociona. Ella se tapa la cara con las manos y llora. Se pregunta por qué está sola. Llora porque se encuentra envuelta en un momento único, irrepetible y no tiene con quien compartirlo. Llora porque reconoce la certeza de un sueño que se cumple, lo siente en su cuerpo, lo sella en su mente. Ella también sabe que hay cosas difíciles de compartir, como caminar veinte cuadras para llegar al Guggenheim, porque admira al arquitecto que diseñó el edificio. Ella se para en la vereda de enfrente y se le pone piel de gallina. Ella entra al Met y al encontrarse con un Van Gogh auténtico le tiemblan las piernas. Esas son las cosas que a ella le gustan. La trascendencia de la historia. Las huellas que deja la gente que admira.
Ella lee a Murakami y se lleva el último libro que compró. Se decepciona al entrar a la biblioteca pública y encontrase a cientos de personas leyendo de computadoras. Ella sabe que la gente lee, pero ya no tienen libros en la mano. Ella se sienta con su Murakami a la sombra en el  bellísimo parque detrás de la biblioteca y se siente feliz. Ella todavía viaja con sus libros a cuestas.
Ella se enamora de los barrios de la ciudad donde puede percibir algo de personalidad, de historia. Ella busca eso, aun en Nueva York. Ella no es especialmente admiradora de la cultura yanqui, pero envidia su comportamiento ciudadano. El estado de los espacios públicos, los museos, los parques, las calles. Ella no puede dejar de pensar en su país, tan diferente.
Ella va al ground zero, donde estaban las torres gemelas y se pregunta cómo pudo suceder algo así, ahí, en ese lugar. Ella se queda impactada pero no lo lamenta. Siempre se le dio por estar del lado de los más débiles y ellos no son, en este juego de poderes que es el mundo en el que vivimos, ni por asomo,  los más débiles.
Ella en esos diez días exprime a la ciudad y viceversa.
Ella ya está de vuelta inmersa en su rutina diaria, pero no le importa.
Ella ya está organizando su próximo viaje.


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