jueves, 13 de febrero de 2014

Marcas

Como todos los años, teniendo mamá dedicada a la docencia, no se planteaban dudas con respecto a las vacaciones, veinte días en enero, diez días en invierno. Mi papá, al trabajar en el campo, enero lo tenía disponible, pero julio, no siempre. Todavía no aprendo los ciclos del campo, creo que en julio se siembra el trigo. Por eso mi papá, de las vacaciones de invierno, participaba “a medias”.
Ese invierno de 1985 partimos a la casa de la nona en Carlos Paz. Mi papá y mis hermanos mayores no iban. Éramos mi mamá, mis hermanos más chicos y mi amiga Carina. Yo tenía catorce años y me correspondía invitar a alguien. La técnica de mi mamá para que no me pusiera densa con la cantinela: “estoy aburrida”.
El primer domingo de las vacaciones nos fuimos a pasar el día a Icho Cruz*, a la casa de una familia amiga de toda la vida. Era una tarde gris de invierno, con mucho frío, pero qué importaba, estábamos de vacaciones. Allá me encontraría con Gaby, la hija de Nelda, que iba a la escuela con mi hermano y éramos muy amigas, en el pueblo vivíamos en la misma cuadra. Toda una vida de vereda, patines, escondidas y calle.
Ella ya tenía la tarde organizada, nos iríamos a dar unas vueltas a caballo todos juntos, nosotros, ella y más amigos de Icho Cruz que estaban de vacaciones. Yo enseguida dije que no. No me gustan los animales grandes, les tengo miedo. No tuve animales de chica y siempre me costó relacionarme con ellos y menos que menos un animal al que tenía que tocar y además subirme encima. No y no. Pero si. Todos iban y era eso o quedarme la tarde entera aburrida en la casa con Nelda y mi mamá. Así que partimos al encuentro de los caballos. Para terminar de convencerme Gaby me propuso ir con ella. Por supuesto, yo guiar un caballo, ni loca. Arrancamos y a las dos cuadras el caballo levantó las patas delanteras en un claro gesto de incomodidad y yo me caí. Una caída simple y tonta. Es más, caí sobre una pila de cenizas de leña. Pero enseguida me di cuenta. Sentí un dolor intenso en el brazo y empecé a gritar de miedo como una loca. No me importaba el brazo, lo único que quería era que el caballo se alejara de mí. Vino un vecino a ver qué pasaba y me hasta la casa donde estaba mi mamá. Me había dislocado el codo y seguramente, quebrado. Qué dolor. Así se dio por terminado el paseo en Icho Cruz. Mi mamá, enojadísima por tener que enfrentar la situación con tantos niños a cargo y sin mi papá, organizó todo y volvimos a Carlos Paz. Ella no sabía qué hacer, donde llevarme. A pesar de estar muy nerviosa,  en un acto de lucidez, se le ocurrió llegarse a la casa de un amigo de la infancia que vive en Carlos Paz que es cardiólogo para que le aconseje alguna clínica confiable. Estaba como loca. Yo tenía un pulóver de lana gorda, enorme, a rayas azul y blanco y nadie se había atrevido hasta ese momento a mirar cómo estaba mi brazo. El amigo de mi mamá lo hizo y todos transformamos nuestras caras. Mi codo estaba deformado y negro. Se veía muy feo.
Finalmente encontramos la clínica, esperamos horas  que viniera el especialista adecuado, me hicieron unos minutos de anestesia general para ponerme el codo en su lugar y cuando empecé a despertarme, me estaban enyesando. La historia podría terminar ahí, pero no. La cuestión recién comenzaba.
Volvimos a casa y después de tener el yeso un buen tiempo, empecé la rehabilitación. Un mes, dos. Una tortura. Llegamos a un punto muerto. Mi codo estaba trabado. Ni se extendía ni se encogía en los parámetros normales. Algo andaba mal. Y, por supuesto, la culpa era mía. La fisioterapeuta decía que yo no colaboraba, que era sicológico.Mis padres estaban desconcertados y yo, harta. Una mañana me fue a buscar al colegio mi tío, que es médico, para llevarme hasta la clínica. Había venido un traumatólogo especializado en codo y que querían que me viera. Todo mal. Se me había soldado el hueso de una manera incorrecta. Que me tenían que operar. Mi mamá y mi tío, decidieron de manera unilateral, que no. Que no hacía falta, que era mucho riesgo tocar el codo, que para qué, que no me dificultaba nada en la vida.
A mí lo único que me preocupaba era el vóley. Y así fue que tuve que aprender a jugar de nuevo, a sacar y rematar con mi brazo derecho más corto. Eso fue lo que más me dolió. Porque yo jugaba muy bien, el vóley era mi vida y nunca más tuve la fuerza que tenía antes de quebrarme. Lloré como corresponde a las tragedias adolescentes. Pero a nadie le importó.
Todavía hoy mi mamá me dice: “tampoco fue para tanto”. Y ahora la entiendo. No querían hacerme pasar por una cirugía sin garantías que mi codo quede mejor de lo que estaba.
Aunque pasaron más de veinte años es imposible olvidarlo, cada vez que está por cambiar el tiempo todavía me duele. Tampoco puedo llevar un peso muy importante porque el brazo no se estira del todo y me genera dolor. Además, ahora que estoy haciendo yoga hay muchos ejercicios que los hago diferentes por tener un brazo más corto.
Y así ando por la vida con mi codo deforme, los años me enseñaron que las marcas en el cuerpo suelen ser mucho más pasajeras y generosas en el dolor que las marcas que la vida nos deja en el alma.
Eso sí, nunca más me acerqué a un caballo. Ya había dicho yo que les tenía miedo.-

*Icho Cruz: un pueblo serrano a 20 kms. de Carlos Paz.

4 comentarios:

  1. A nosotros, tus lectores, nos la haces muy fácil. Siempre es claro e interesante.
    Soy la primera en comentar tu blog? que lindo lugar!

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  2. Admiro tu memoria y tu capacidad para recordar detalles.
    Gracias por compartirlo. :)
    Sole

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  3. a mi me pasó con la bicicleta,debía tener 10 años y estaba repartiendo las tarjetas para mi cumpleaños,me caí por bobear,por derrapar en una calle de arena haciéndome la campeona con mi hermano y mi prima.Me reventé las rodillas(aun conservo las marcas en la rodilla derecha),los codos,la barbilla....en las fotos un gran cascarón en la barbilla...un espanto

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