miércoles, 28 de mayo de 2014

Yo te avisé

Esa tardecita de marzo del ‘87 entré a mi casa y te encontré parado en el comedor con una bolsa de lechuga y tomates en la mano. No me sorprendió, siendo el mejor amigo de mi hermano y además viernes, sabía que se venía el asado de comienzo de fin de semana.
Empezaban quinto año. Terminaban el secundario y ese sería para todos, incluso para mí, con mis inocentes quince años a cuestas, el año más divertido de nuestras vidas.
Entré y me miraste. Me miraste distinto por primera vez y para siempre, me di cuenta. Con los años me lo confirmaste. Me había cortado el pelo, estaba recién llegada del intercambio por cuatro meses y había dejado atrás a la niña de pelo largo y cara seria. Volví muy adolescente, con flequillo, cabello rebajado y enormes ganas de tomar las riendas de mi vida. Allá quedó la “niña que hace todo lo correcto”. Y vos fuiste el primero en darte cuenta.
Yo empezaba tercer año y con él, las salidas. Mucha salida. Mucha mentira a mamá. Mucho aparentar. Boliches, fiestas. De día la mejor alumna, responsable, haciéndome cargo de todo en casa. Por las noches, llegar tarde, tomar mucho, tomar de más, delirar. Vivir en ese mundo de fantasía lleno de canciones, de música, de risas, llantos, amigos, asados, vóley, ginebra con coca.
Comenzamos a frecuentar los mismos lugares, a cruzar miradas, un saludo, una charla. En medio de la noche, nos buscábamos. Te contaba de mis penas. Así estuvimos un par de meses. Un buen día ya no hablamos del pasado sino del presente y amigos de por medio fuimos reconociendo la situación y el interés mutuo. Ese miércoles de baile en el club, antes del feriado, me dijiste “te acompaño a tu casa” y yo dudé. “Nos vemos en el boliche el viernes” te dije para pensarla un poco, estirarla. El viernes llegó de un salto y en la terraza de Dixi nos pusimos de novios, hacía frio. Hablamos poco. Me acompañaste a mi casa, me diste un beso en la boca y me tocaste la espalda con la mano debajo de la ropa. ¿Cómo olvidarlo? Me pareció demasiado osado. Fue estremecedor. Un gesto tan apresurado como atrapante.  Esa noche entendí cómo venía la cosa, nada de contemplaciones. Sabía en la que me metía y me gustaba.
Y fuimos novios, a tu ritmo, con tus tiempos y desplantes, con tus prioridades, tus amigos y tus fiestas. Con mi hermano en el medio y sus escenas de celos. Fuiste mi novio, ese ser que sonreía con facilidad, de una felicidad simple, de familia en el campo, buena gente, buen alumno, jugador de futbol, bien criado. Admiraba tu forma de ser. Te quería todo para mí. Mantuviste a raya mis ansiedades, mis obsesiones, mis manipulaciones. Mis caprichos de niña bien. Aprendí a valorar tu mundo de cosas simples. De a poco y con muchos tironeos logramos independizarnos de las miradas externas y pudimos ensamblar nuestros mundos, tan diferentes. La línea recta y la montaña rusa. Me llenaste de amor y te transformaste en mi droga de la felicidad. Con vos fui débil, dependiente de tu amor. El amor que me salvó la vida. El amor en palabras, en gestos, en acciones. Me enseñaste que el amor se siente, se dice, no responde a los porqués.
Fueron meses de sexo escondido, culposo, divertido. De borracheras juntos. De miradas en el colegio. De amaneceres en el campo. De ser libre a tu lado. En esos días podía sentir la mirada de los adultos, de nuestros padres, de la gente de la escuela, intuyendo, suponiendo fugazmente que entre nosotros pasaba algo importante. Éramos cómplices. Todavía hoy siento esas miradas, ya no podemos ocultarlo. La gente sabe.

Hoy te quiero como el primer día, ese, que me tocaste la espalda. El día fundamental, cuando tuve la certeza de que el amor existe. Te dije que era para siempre. Yo te avisé, y vos, no me escuchaste.

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