lunes, 24 de febrero de 2014

Ritual

- “¿Mañana a las 9 entonces?”
- “si, a las 9”.
No importa que sean las doce de la noche o las tres de la mañana. Es verano y al otro día, domingo. Las mañanas de verano de domingo son para disfrutar, y eso hacemos. Con un mínimo diálogo confirmamos el ritual.
Nos levantamos a las nueve. Preparamos el mate. Hacemos tostadas con pan del freezer o algún bizcocho viejo que ande dando vueltas. Nunca fuimos clientes de panadería. Yo me hago un mate cocido. No puedo tomar mate como primera bebida, me cae mal. Necesito la taza, “tomar la leche”. Después si, cuando la mañana avanza tomo algún que otro mate.
El comedor y la cocina están inundados de patio. Afuera todo brilla y está perfumado. Primero el jazmín paraguayo, después el jazmín de leche y por último la madreselva. Van alternando sus perfumes para hacernos compañía.
Acomodamos los sillones y la mesita mirando para el este. Si hace mucho calor, tomamos sol. Amo el sol de la mañana. Es cálido y fresco al mismo tiempo. Es tranquilo y no agrede. El patio está en silencio. Casi no tengo vecinos y los domingos a la mañana la gente duerme. No saben lo que se pierden. Leemos el diario y hablamos de cosas importantes. Desde comprar otra hortensia hasta qué vamos a hacer en las vacaciones. Hablamos de plata y de las nenas. De nuestros trabajos y de los días que vendrán. De la semana que nos espera. Trabajamos mucho y durante los días laborables nos vemos poco. En esos días la casa nos mira pasar y nosotros la miramos a ella con ganas. Ganas de disfrutarla, porque nos encanta. Y más amamos el patio. Todo queda para el fin de semana, cortar el pasto, tomar decisiones. De lunes a viernes cuando salgo a trabajar con mis pantalones largos y mis zapatos cerrados miro el patio, con su calor, sus flores y la pileta y pienso, “el domingo, ya llegará el domingo”.
Después de tomar unos mates y charlar, se corta el pasto, ordenamos el patio, limpiamos la pileta. A eso de las once escuchamos una vocecita que se asoma por la galería: “ey, ¿qué hacen?”. Es la niña que se despierta y se encuentra sola dentro de la casa. Sabe dónde estamos y se suma a la mañana. Pero ya todo cambia. La magia se transforma en realidad. Cambian los temas y las actividades. Se aproxima la hora del almuerzo. A veces se cocina asado, y si hace mucho calor organizamos pic nic en la sombra, como si estuviéramos en un camping. Entro a la casa y empiezo a ordenar. Pongo ropa a lavar. Comemos.
Después viene la siesta. Y después de la siesta cada cual toma su camino, club, amigos, tele, lectura. Ya está, la magia terminó. Mañana es lunes y hay que prepararse.

Si llueve el ritual cambia. Dormimos más, nos quedamos adentro, comemos pasta. Pero qué importa, estamos juntos, el verano es largo y siempre llegará el domingo.

jueves, 13 de febrero de 2014

Marcas

Como todos los años, teniendo mamá dedicada a la docencia, no se planteaban dudas con respecto a las vacaciones, veinte días en enero, diez días en invierno. Mi papá, al trabajar en el campo, enero lo tenía disponible, pero julio, no siempre. Todavía no aprendo los ciclos del campo, creo que en julio se siembra el trigo. Por eso mi papá, de las vacaciones de invierno, participaba “a medias”.
Ese invierno de 1985 partimos a la casa de la nona en Carlos Paz. Mi papá y mis hermanos mayores no iban. Éramos mi mamá, mis hermanos más chicos y mi amiga Carina. Yo tenía catorce años y me correspondía invitar a alguien. La técnica de mi mamá para que no me pusiera densa con la cantinela: “estoy aburrida”.
El primer domingo de las vacaciones nos fuimos a pasar el día a Icho Cruz*, a la casa de una familia amiga de toda la vida. Era una tarde gris de invierno, con mucho frío, pero qué importaba, estábamos de vacaciones. Allá me encontraría con Gaby, la hija de Nelda, que iba a la escuela con mi hermano y éramos muy amigas, en el pueblo vivíamos en la misma cuadra. Toda una vida de vereda, patines, escondidas y calle.
Ella ya tenía la tarde organizada, nos iríamos a dar unas vueltas a caballo todos juntos, nosotros, ella y más amigos de Icho Cruz que estaban de vacaciones. Yo enseguida dije que no. No me gustan los animales grandes, les tengo miedo. No tuve animales de chica y siempre me costó relacionarme con ellos y menos que menos un animal al que tenía que tocar y además subirme encima. No y no. Pero si. Todos iban y era eso o quedarme la tarde entera aburrida en la casa con Nelda y mi mamá. Así que partimos al encuentro de los caballos. Para terminar de convencerme Gaby me propuso ir con ella. Por supuesto, yo guiar un caballo, ni loca. Arrancamos y a las dos cuadras el caballo levantó las patas delanteras en un claro gesto de incomodidad y yo me caí. Una caída simple y tonta. Es más, caí sobre una pila de cenizas de leña. Pero enseguida me di cuenta. Sentí un dolor intenso en el brazo y empecé a gritar de miedo como una loca. No me importaba el brazo, lo único que quería era que el caballo se alejara de mí. Vino un vecino a ver qué pasaba y me hasta la casa donde estaba mi mamá. Me había dislocado el codo y seguramente, quebrado. Qué dolor. Así se dio por terminado el paseo en Icho Cruz. Mi mamá, enojadísima por tener que enfrentar la situación con tantos niños a cargo y sin mi papá, organizó todo y volvimos a Carlos Paz. Ella no sabía qué hacer, donde llevarme. A pesar de estar muy nerviosa,  en un acto de lucidez, se le ocurrió llegarse a la casa de un amigo de la infancia que vive en Carlos Paz que es cardiólogo para que le aconseje alguna clínica confiable. Estaba como loca. Yo tenía un pulóver de lana gorda, enorme, a rayas azul y blanco y nadie se había atrevido hasta ese momento a mirar cómo estaba mi brazo. El amigo de mi mamá lo hizo y todos transformamos nuestras caras. Mi codo estaba deformado y negro. Se veía muy feo.
Finalmente encontramos la clínica, esperamos horas  que viniera el especialista adecuado, me hicieron unos minutos de anestesia general para ponerme el codo en su lugar y cuando empecé a despertarme, me estaban enyesando. La historia podría terminar ahí, pero no. La cuestión recién comenzaba.
Volvimos a casa y después de tener el yeso un buen tiempo, empecé la rehabilitación. Un mes, dos. Una tortura. Llegamos a un punto muerto. Mi codo estaba trabado. Ni se extendía ni se encogía en los parámetros normales. Algo andaba mal. Y, por supuesto, la culpa era mía. La fisioterapeuta decía que yo no colaboraba, que era sicológico.Mis padres estaban desconcertados y yo, harta. Una mañana me fue a buscar al colegio mi tío, que es médico, para llevarme hasta la clínica. Había venido un traumatólogo especializado en codo y que querían que me viera. Todo mal. Se me había soldado el hueso de una manera incorrecta. Que me tenían que operar. Mi mamá y mi tío, decidieron de manera unilateral, que no. Que no hacía falta, que era mucho riesgo tocar el codo, que para qué, que no me dificultaba nada en la vida.
A mí lo único que me preocupaba era el vóley. Y así fue que tuve que aprender a jugar de nuevo, a sacar y rematar con mi brazo derecho más corto. Eso fue lo que más me dolió. Porque yo jugaba muy bien, el vóley era mi vida y nunca más tuve la fuerza que tenía antes de quebrarme. Lloré como corresponde a las tragedias adolescentes. Pero a nadie le importó.
Todavía hoy mi mamá me dice: “tampoco fue para tanto”. Y ahora la entiendo. No querían hacerme pasar por una cirugía sin garantías que mi codo quede mejor de lo que estaba.
Aunque pasaron más de veinte años es imposible olvidarlo, cada vez que está por cambiar el tiempo todavía me duele. Tampoco puedo llevar un peso muy importante porque el brazo no se estira del todo y me genera dolor. Además, ahora que estoy haciendo yoga hay muchos ejercicios que los hago diferentes por tener un brazo más corto.
Y así ando por la vida con mi codo deforme, los años me enseñaron que las marcas en el cuerpo suelen ser mucho más pasajeras y generosas en el dolor que las marcas que la vida nos deja en el alma.
Eso sí, nunca más me acerqué a un caballo. Ya había dicho yo que les tenía miedo.-

*Icho Cruz: un pueblo serrano a 20 kms. de Carlos Paz.

sábado, 8 de febrero de 2014

Una mañana común

Estoy en el banco. La gente me mira, ellos se conocen entre todos, pero a mí no. No soy de acá. Soy de un pueblo vecino. Vengo seguido por trabajo y además, al banco. Es un Banco Nación y en mi pueblo no hay. No es que este pueblo sea mejor o más lindo que el mío, no. Nos disputamos muchas cosas, ellos tienen Banco Nación, nosotros tenemos más restaurantes, y más escuelas. Estamos a 16 kilómetros.
Siempre hay  mucha gente, el cartel avisador de los números de orden para las cajas marca el 18 y yo tengo el 31. Parece que voy a estar un rato largo. Me espera el albañil en la obra pero no me animo a irme y volver después, a veces los números pasan rápido, a veces no.
Atrás mío escucho como conversan dos señores mayores. Hablan de la economía, de política y por supuesto, se quejan de todo, especialmente de la presidenta. Hablan del campo, de la soja, del dólar. Los temas de los que hablan todos por acá. Parece que la siembra de la soja en Estados Unidos pinta exitosa y eso está haciendo bajar el precio, después de tantos años viviendo en la zona, hasta yo lo entiendo.
Odio los bancos, las esperas, los papeles, los “sistemas”. Este banco por lo menos tiene   asientos donde esperar cómodamente, entonces yo, que no conozco a nadie y no puedo matar el tiempo haciendo sociales como hacen los demás, me traigo algo para leer. Pero hoy no, el libro que estoy leyendo es muy grande y pesado. Así que saco mi hermosa libretita de Gaudí y mi lapicera y escribo.
El banco cambió totalmente su organización interior desde que sucedió lo del caso Piparo. Ahora no vemos qué hacen los cajeros ni porqué tardan tanto, ni siquiera podemos saber si de las cuatro cajas está funcionando una sola o las cuatro. Sólo queda mirar para el cartelito que cambia los números. Y esperar, escuchar, escribir.
Llega un señor más joven y se sienta a mi derecha. Le habla a la chica que esta mas allá sentada hace rato: “tengo para toda la mañana” le dice, y la chica resignada le contesta: “esto es siempre así”. Y yo pienso, bueno, toda la mañana no, porque levanto la vista y alcanzo a ver el reloj de pared que está colgado en la oficina del gerente y marca las 11:10. Para mí la mañana ya está terminando. En los pueblos del interior el mediodía es a las 12, 12 y media a más tardar. El mediodía marca el fin de la mañana y el comienzo de la tarde.
Suenan teléfonos con todas las músicas posibles. La gente va y viene, sale, habla en la vereda, vuelve. Se escucha a cada ratito: “estoy en la banco, después te llamo”.  Y yo me pregunto cuando el cartel ya marca el 23, “¿qué hago acá?, ¿podríamos vivir sin esto, que tanto estresa, que a nadie le gusta?”. Supongo que sí, pero quedaría afuera de muchas cosas, del bendito “sistema”. Hoy vine porque tengo que pagar lo que gasté en mi último viaje y a hacer una transferencia para el taller de escritura a distancia. Viajar y escribir, dos actividades que me dan mucho placer. Que me significan una hora en el banco una vez por mes. 

Tampoco es para tanto, levanto la vista y el cartel ya marca el 26.

domingo, 2 de febrero de 2014

Hoy es mi cumpleaños

Hoy es mi cumpleaños, pero además, me toman las tablas del 8 y del 9. Por eso me levanto temprano, para repasar las tablas y porque es mi cumpleaños. Desde mi  dormitorio siento el perfume de la glicina de Chola, mi vecina. La planta no para de crecer y se trepa por todos lados. Ya cubrió parte del toldo de mi patio. Cumplo los años en setiembre y para esta fecha siempre está llena de flores lilas que perfuman toda la cuadra.
Me pongo el uniforme de la escuela y tomo la leche. Nieves, la chica que trabaja en casa, ordena, y yo repaso las tablas. Le pido que me tome, pero Nieves es muy nerviosa, no se queda quieta ni un minuto y cuando limpia hace un ruido constante con la boca. Como hacen los jugadores de tenis cuando sacan. Así que prefiero arreglármelas sola. Mientras recito las tablas doy vueltas alrededor de la mesa, ocho por uno, ocho, ocho por dos, dieciséis. Las sillas están patas para arriba porque Nieves lavó los pisos, entonces se me ocurre una idea, escribo debajo de cada silla el resultado de una multiplicación. Camino y voy mirando si lo digo bien o me equivoco. Ocho por cinco cuarenta. No puedo dejar de pensar que hoy es mi cumpleaños.
La fiesta es a la tarde, después de la escuela. Mi hermana me ayudó a hacer las tarjetitas. Quedaron lindas, las hicimos con cartulina y les pegamos figuritas. Este año son muy originales, mi mamá nos compró una tijera que corta con piquitos. Dicen bien clarito: “te espero en Juan José Paso 205”, ¡qué emoción! Repitiendo las tablas como un loro se hace la hora de almorzar. Llegan mi mamá y mi papá de sus trabajos y recibo el primer regalo. Es un libro. Me gusta leer y mi mamá lo sabe. Tengo muchos libros, aunque siempre le pido que me deje leer alguno de su biblioteca, que es inmensa. Dice que por ahora lea los que me regala ella. Que algún día podré leer de los suyos. ¿Qué misterios esconderán esos libros? No puedo ni imaginarme.
Almorzamos y me voy caminando a la escuela con mis hermanos. Me toman, ocho por seis cuarenta y ocho. Es un lindo día y es mi cumpleaños. Invité a todas mis compañeras de quinto grado, a mis primos y a Gaby, que aunque es más grande que yo, siempre jugamos juntas porque vivimos en la misma cuadra.
En los recreos, mientras repasamos las tablas, pensamos con mis amigas a qué vamos a jugar en el cumple. Al “pizza pizuela”, a “la escondida”, a “la estatua”, al “teléfono descompuesto” y al “cuchara, cucharita, cucharón” desde la verja de Doña Chola que tiene la altura perfecta para tirarnos sin golpearnos.
Suena el último timbre y vuelvo ansiosa para mi casa. Al final la señorita Cecilia no me tomó las tablas. Dice que por ser mi cumpleaños lo dejamos para mañana. Apenas salgo de la escuela me doy cuenta que algo cambió. Ya no hay más sol, el cielo está nublado. Oscuro. Trato de no pensar en eso mientras camino, nunca llueve para mi cumpleaños.
Llego a casa y me encuentro con Olga, la señora que me cuida. Me apura, “¡vamos a bañarse y cambiarse que se hace la hora!” Voy a mi dormitorio y encuentro sobre la cama la ropa preparada. Mi mamá siempre me encarga ropa nueva de Nelly, la modista que vive a la vuelta. Para mis cumpleaños me hace vestidos con lindos cuellos y bordados. Pero este año me hizo hacer una pollera plisada roja y una camisa blanca. En el cuello lleva una hermosa cintita de terciopelo del mismo color de la pollera. Además me compró zapatos. Me visto, la ropa nueva me queda perfecta. A la camisa le agrego un prendedor de dos florcitas anaranjadas. Me peino sola, hace un tiempo aprendí a hacerme la media cola. Me da un poco de trabajo desenredarme el pelo porque lo tengo larguísimo, pero prefiero hacerlo yo y no Olga o mi mamá que en el apuro me tironean y me hacen doler.
Cuando estoy terminando de prepararme escucho a través de la ventana un ruido que viene del patio de luz. ¿Llueve? Pienso por un momento. Y después me convenzo de que no. Que alguien debió poner en marcha la bomba que sube el agua del pozo al tanque, arriba del techo. Cuando el tanque se llena, rebalsa y caen gotas sobre el piso del patio simulando que llueve. Sí, eso debe ser.
Termino de cambiarme y voy para el comedor. Me encuentro con la mesa preparada, las gaseosas, los bonetes, los vasitos de colores, la torta llena de confites. Los globos. Llegó la hora. Mis hermanos se ponen insoportables y quieren comer y tocar todo. Mis padres están trabajando, seguro vendrán más tarde. Ya son las seis y cuarto.
Estoy feliz. Pero la alegría y la emoción de ver todo listo me dura poco. Giro mi cabeza y miro hacia la calle. Llueve y cada vez más fuerte. ¡Qué ganas de llorar! ¡Odio la lluvia! Pienso que nadie vendrá a mi fiesta. ¿Cómo harán para venir con esta lluvia? Algunas de mis amigas viven lejos y sus papás no tienen auto. Empiezo a llorar y escucho que Olga me habla. Trata de convencerme, me dice que de alguna manera vendrán. Ya son las seis y media y no llegó nadie. Esa era la hora que decía en la tarjetita. Olga me dice que no llore, que esperemos, que quizás lleguen más tarde por la lluvia. Mis hermanos se burlan de mí y yo me siento muy triste. Pasan quince interminables minutos y mientras pienso que no habrá ni “pizza pizuela” ni “cuchara, cucharita, cucharón”, tocan el timbre. Corro ansiosa a atender y ¡qué sorpresa! me encuentro con mi mamá y detrás de ella algunas de mis amigas vestidas de cumpleaños y con regalos en sus manos.  No lo puedo creer. Mi mamá salió antes de su trabajo y decidió pasar a buscarlas y traerlas a casa en el auto. Cuando me voy haciendo a la idea que seremos menos pero que habrá fiestita, vuelve a sonar el timbre. ¡Es mi papá con otro grupito de chicas! ¿Qué hace mi papá en el pueblo si tenía que trabajar toda la tarde en el campo? “Me vine porque llovía”, me dice guiñándome un ojo. Hacen varios viajes cada uno, mi mamá en el auto y mi papá en la camioneta y así traen a todos los invitados. ¡Qué felicidad! Nunca más me enojaré con la lluvia. Hoy me hizo el mejor de los regalos. Esta hermosa lluvia de primavera me trajo a mis papás y a mis amigas.

Ya estamos todos. Entramos a casa y empieza la fiesta. Afuera llueve a cántaros y adentro, es mi cumpleaños.