domingo, 31 de agosto de 2014

volar

A los 16 años tenía alas, unas alas enormes, superpoderosas. Alas que ya, a esa edad, me habían llevado unos meses de intercambio a Estados Unidos, a estudiar mil cosas, a ser la mejor alumna, a salir de lunes a lunes, a escribir poesías, jugar vóley, salir corriendo al medio de la calle apenas se largaba la lluvia. Alas para rendir quinto año libre.
Quería irme.
Empecé a estudiar para rendir y quedé embarazada.
Quería irme en serio. Quería dejar de ser hija, entonces fui madre.
En cinco meses rendí todas las materias, terminé el secundario, me casé, nació mi hija, me mudé, empecé la Facultad. Estaba en el camino, pera ya no tenía mis alas. Tenía una hija, marido, depto, ropa, comida, facultad. ¿Cuán lejos me había ido?
Pasaron los años, vinieron los logros, los títulos, la familia afianzada, la seguridad económica. Y las dudas, la eterna búsqueda. La disconformidad. ¿Y ahora qué?
“Y ahora yo, ¡ahora me toca a mí!”. Eso me dije hace un par de años y me fui un mes de viaje, sola. Y fui feliz, me sentí tan libre que no quería volver. Sentía cada día como mis alas crecían, lentamente. Y se abrió una puerta. La puerta de la crisis.
Al regresar me sentía rara. Quería volverme a ir, quería TODO para mí. Había llegado el momento de disfrutar de los logros y yo quería soltarlo todo.
Con el tiempo me calmé y comenzaron a reacomodarse las cosas. Pude entender que no quiero perder lo cosechado, ni tampoco hacer a los 40 (con otra realidad) lo que dejé de hacer a los 18 años.

Hoy tengo mis alas nuevamente. 
Aprendí que ya no tengo que volar sola, puedo volar en bandada.


viajar/volar

miércoles, 30 de julio de 2014

Madre, hijas

No elegí ser mamá y ese hecho fortuito, trampa del destino, del subconsciente, o como queramos llamarlo según quién lo analice, marcó para siempre mi relación con la maternidad y con mis hijas.
Quedé embarazada a los 16 años y para mi significó, simplemente, el pasaporte para irme de casa con el amor de mi vida. No concibo mi maternidad sin lo esencial, lo fundacional en esta historia que comenzó hace 25 años, el amor y la presencia de mi pareja.
Hace muchos años vi por casualidad un informe de un matrimonio de Estados Unidos donde explicaban que para ellos era mucho más importante la relación de pareja que la relación con sus hijos. Que era difícil de entender para todos pero que así lo llevaban y eran muy felices. Yo era chica pero lo entendí y me sentí muy identificada. Mis hijas mayores entienden que para nosotros es muy importante el “nosotros”, estar solos, hacer cosas sin ellas. Supongo que se lo debemos al hecho de no haber compartido nunca nuestra vida de pareja sin niños. Cuando nos fuimos a vivir en familia, mi hija ya había nacido y ahí comenzó un ansia, una necesidad de poder estar, alguna vez, solos. Hecho que tuvo que esperar años para hacerse realidad.
No soy una mamá “enamorada” de sus hijas. Esas mamás que es de lo único que hablan, de sus hijos, sean chiquitos, medianos o grandes. Y hablan de ellos como si fueran los hijos más importantes en el universo de los hijos. Lejos de toda realidad, todos somos hijos y todos tenemos una madre. No somos tan especiales. Creo que la maternidad te quita todo, todo lo que eras, lo que querías ser. Pero te da otras cosas, quizá, mucho más importantes y valederas. Te da la posibilidad de cambiar y ser una mejor persona. Cuando me fui de casa, a vivir a una ciudad, lejos de mis padres, lloraba por las noches. Lloré todas las noches durante meses repitiendo “no voy a poder”. Y no me refería a poder llevar adelante una familia, una casa, un matrimonio, la facultad, tenía miedo de no ser capaz de criar a un niño, no desde el punto de vista filosófico, no, simplemente desde las cuestiones domésticas más simples. Tenía miedo que se enfermera y yo no me diera cuenta, por ejemplo. Tuve que madurar para ser mamá, era adolescente y necesité cambiar muchas actitudes para poder enfrentar todos los días a una niña que me necesitaba con los pies sobre la tierra, coherente, paciente. Ese ser que manejaba mi vida, que me ataba, que me dejó sin alas, fue el mismo ser que me enseñó a demostrar cariño, a no sentirme sola, a ser feliz.

Hoy que mis hijas son grandes la maternidad se lleva fantásticamente. Son mis compañeras, en las buenas y en las malas, proyectamos, organizamos, nos apoyamos. Saben que necesito mis espacios, sola y con su padre, que cuentan conmigo pero que no me gustan lo pegoteos. Que me baso en la confianza y en darles las herramientas para que se sientan seguras y libres. Pero que no seré yo quien llame todos los días para ver qué hacen. Que respeto sus vidas como respetan la mía. Que lo único que les pido desde pequeñas es una relación basada en la verdad y en la libertad. Y aunque costó, fuimos encontrando el equilibrio. Lo mío no son los juegos, los besos ni los chistes, eso queda en el terreno del padre. Conmigo charlan, estudian, leen, vamos al cine. Alentamos entre los cinco la independencia y el amor. Soy una madre que no sigue libros ni consejos, apoyar en las buenas, estar atenta en las malas, no mucho más, una madre casi libertina en cuestiones sexuales, una madre coherente que no olvida que fue madre adolescente. Una mujer que maduró como persona y como madre a la par de su hija, todo al mismo tiempo. Una madre que aprendió que aunque los hijos crezcan, se es madre para toda la vida.
madre-niña   madre-bebé


domingo, 22 de junio de 2014

esa siesta

Está terminando noviembre y hace mucho calor. Hay un solazo de esos que parece hacer brillar todas las cosas, cuando recién nos estamos acostumbrando al comienzo del verano.
En el cole estos últimos días hicimos poco y nada, se habló mucho de política. Un mes atrás fueron las elecciones, votaron para presidente después de muchos años, y aunque no ganó el candidato que les  gustaba a mis padres, todos salimos a festejar igual. Ellos están muy contentos.
Hoy es mi último día de clases de sexto grado. La señorita Martha nos dijo ayer que no tendríamos clases normales. Que nos reuniríamos en el aula un ratito para hablar de un tema importante y que después nos iríamos a tomar un helado a la plaza.
Voy a la escuela a la tarde, a la siesta y hace calor, mucho. Encima uso guardapolvo blanco, lleno de tablitas y cuello alto. Qué calor me da. Le digo a Olga, la señora que me cuida, que no me abroche hasta el último botón cerca de la nuca, siento que me ahogo, pero no me hace caso, dice que queda mal.
Este año nos tocó un aula de arriba porque somos grandes. Son las más lindas, desde ahí se puede ver todo el patio. Ya en el aula, la seño nos habla del tema importante. Nos dice quiénes fueron elegidos abanderado y escoltas para el año que viene. Mariana, mi mejor amiga y Mariela son las escoltas y yo, la abanderada. Nos comunica que tendremos que participar del acto de asunción del nuevo intendente que será en pocos días. Qué orgullo. Me siento feliz, importante. No puedo demostrar mucho, no da. Siempre me gustó estudiar, me va muy bien, no todos lo entienden.
Lo primero que pienso es en correr a casa a contarle a mi mamá. Son las tres de la tarde.  ¿Qué estará haciendo a esta hora? Nunca estoy en casa a la siesta. Pienso que todavía tengo que ir a tomar el helado y ya no me interesa, quiero llegar rápido para contarle.
Vamos a la plaza con los chicos y apenas puedo escaparme me voy con Mariana caminando, como siempre;  son cuatro cuadras. Quedamos que me acompaña y después, a jugar a su casa, estamos contentas. Hoy salimos temprano y empiezan las vacaciones, ella es escolta y yo, abanderada.
La casa está en silencio, oscura, a mi mamá le gusta oscurecer en verano, dice que se siente más fresco. Adelante no hay nadie, entro a su dormitorio y ella duerme, está de espaldas a la puerta, ¿mi papá ya se habrá ido al campo? ¿mis hermanos estarán en gimnasia?. Le toco el hombro, la llamo, “mami, mami”. Ella se da vuelta sorprendida, de verme ahí parada, con cara de felicidad. “Tengo algo para contarte, me eligieron abanderada”. Pone cara de molesta y me dice “ya lo sabía”, se da vuelta y sigue durmiendo.
Y aca me quedo, paradita, sola, tan sola, esperando, siempre esperando. Que me digan algo, que se pongan contentos, que me quieran, que me registren. Pero nada. ¿Y ahora qué hago con esto que siento?, ¿con quién lo comparto si solo tengo once años?, ¿quien se pondrá contento por mí? ¿Qué hago con esta soledad que me invade siempre?

En esta casa donde mis hermanos pelean, mis padres no están nunca y Olga hace lo que puede. Sí, ella me da su cariño, me hace la leche cuando vuelvo de la escuela, me acompaña a los cumples de mis amigas, me plancha las tablas del guardapolvos, pero Olga no es mi mamá, ella  tiene sus hijos y yo, cuánto los envidio.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Yo te avisé

Esa tardecita de marzo del ‘87 entré a mi casa y te encontré parado en el comedor con una bolsa de lechuga y tomates en la mano. No me sorprendió, siendo el mejor amigo de mi hermano y además viernes, sabía que se venía el asado de comienzo de fin de semana.
Empezaban quinto año. Terminaban el secundario y ese sería para todos, incluso para mí, con mis inocentes quince años a cuestas, el año más divertido de nuestras vidas.
Entré y me miraste. Me miraste distinto por primera vez y para siempre, me di cuenta. Con los años me lo confirmaste. Me había cortado el pelo, estaba recién llegada del intercambio por cuatro meses y había dejado atrás a la niña de pelo largo y cara seria. Volví muy adolescente, con flequillo, cabello rebajado y enormes ganas de tomar las riendas de mi vida. Allá quedó la “niña que hace todo lo correcto”. Y vos fuiste el primero en darte cuenta.
Yo empezaba tercer año y con él, las salidas. Mucha salida. Mucha mentira a mamá. Mucho aparentar. Boliches, fiestas. De día la mejor alumna, responsable, haciéndome cargo de todo en casa. Por las noches, llegar tarde, tomar mucho, tomar de más, delirar. Vivir en ese mundo de fantasía lleno de canciones, de música, de risas, llantos, amigos, asados, vóley, ginebra con coca.
Comenzamos a frecuentar los mismos lugares, a cruzar miradas, un saludo, una charla. En medio de la noche, nos buscábamos. Te contaba de mis penas. Así estuvimos un par de meses. Un buen día ya no hablamos del pasado sino del presente y amigos de por medio fuimos reconociendo la situación y el interés mutuo. Ese miércoles de baile en el club, antes del feriado, me dijiste “te acompaño a tu casa” y yo dudé. “Nos vemos en el boliche el viernes” te dije para pensarla un poco, estirarla. El viernes llegó de un salto y en la terraza de Dixi nos pusimos de novios, hacía frio. Hablamos poco. Me acompañaste a mi casa, me diste un beso en la boca y me tocaste la espalda con la mano debajo de la ropa. ¿Cómo olvidarlo? Me pareció demasiado osado. Fue estremecedor. Un gesto tan apresurado como atrapante.  Esa noche entendí cómo venía la cosa, nada de contemplaciones. Sabía en la que me metía y me gustaba.
Y fuimos novios, a tu ritmo, con tus tiempos y desplantes, con tus prioridades, tus amigos y tus fiestas. Con mi hermano en el medio y sus escenas de celos. Fuiste mi novio, ese ser que sonreía con facilidad, de una felicidad simple, de familia en el campo, buena gente, buen alumno, jugador de futbol, bien criado. Admiraba tu forma de ser. Te quería todo para mí. Mantuviste a raya mis ansiedades, mis obsesiones, mis manipulaciones. Mis caprichos de niña bien. Aprendí a valorar tu mundo de cosas simples. De a poco y con muchos tironeos logramos independizarnos de las miradas externas y pudimos ensamblar nuestros mundos, tan diferentes. La línea recta y la montaña rusa. Me llenaste de amor y te transformaste en mi droga de la felicidad. Con vos fui débil, dependiente de tu amor. El amor que me salvó la vida. El amor en palabras, en gestos, en acciones. Me enseñaste que el amor se siente, se dice, no responde a los porqués.
Fueron meses de sexo escondido, culposo, divertido. De borracheras juntos. De miradas en el colegio. De amaneceres en el campo. De ser libre a tu lado. En esos días podía sentir la mirada de los adultos, de nuestros padres, de la gente de la escuela, intuyendo, suponiendo fugazmente que entre nosotros pasaba algo importante. Éramos cómplices. Todavía hoy siento esas miradas, ya no podemos ocultarlo. La gente sabe.

Hoy te quiero como el primer día, ese, que me tocaste la espalda. El día fundamental, cuando tuve la certeza de que el amor existe. Te dije que era para siempre. Yo te avisé, y vos, no me escuchaste.

lunes, 12 de mayo de 2014

Sin número


                               Terminaron las clases, pasaron las fiestas, llegó el verano y empiezo a aburrirme. Durante el año hago muchas actividades pero en el verano todas terminan. Lo que más tiempo me lleva es la escuela. Este año terminé sexto grado. Voy al Vélez Sarsfield, la misma escuela donde fue mi mamá y donde van mis hermanos. Curso a la tarde, después de almorzar. Así que a la mañana o a la tarde después de clases hago otras cosas. Porque me gusta y porque soy curiosa pero fundamentalmente porque si me quedo sin hacer nada, me aburro. Voy al Taller de Arte Municipal que funciona en la casita de la Banda vieja, voy a guitarra al Centro para la Juventud de la Municipalidad, voy a inglés a la Academia y a vóley al Complejo Deportivo. Pero terminan las clases, empiezan las vacaciones y todo cambia. Los horarios y las actividades. ¡Y yo me aburro tan fácilmente! Mi mamá no sabe qué hacer conmigo. Me inventa actividades que acepto contenta y entusiasmada. Entusiasmo que en poco tiempo se desvanece. Necesito siempre algo nuevo para hacer.
                              Pero este verano, en las vacaciones que pasé de sexto a séptimo grado, mi último año de primaria, me sucedió algo imperceptible para los demás y toda una aventura para mí.
                              Una mañana de enero llegó una carta a casa. Leo la dirección: Juan Jose Paso s/n. Enseguida algo me llama la atención. Ese “s/n” detona en mí una serie de preguntas y averiguaciones. ¿Qué significa “s/n”? Mi mamá me explica que es la abreviatura de “sin número”. ¿Cómo sin número? No entiendo, ¿nuestra casa no tiene número? Me explican que como vivimos en un pueblo pequeño no es necesario poner el número porque el cartero sabe perfectamente quién vive en cada casa. Curiosa como soy, me pongo a recorrer mi cuadra. A pesar de las explicaciones que me dan, observo que mis vecinos, Chola, doña Ema, doña Inyulina sí tienen números en los frentes de sus casas. Me dicen que es porque son casas más viejas. Que nosotros hace poco nos mudamos y que nunca lo pusimos. No lo entiendo. Yo también quiero que mi casa tengo un número. Pido más explicaciones. Ya cansados de mis planteos de todos los días con el tema de la dirección me dicen que si quiero saber el número de la casa tengo que ir a la Municipalidad a pedirlo. Que vaya.
                              Así empieza mi plan para hacer semejante tarea. ¡Qué emoción, qué ansiedad! ¿Dónde queda la Municipalidad, cómo llego, con quién tengo que hablar, hay que pagar, me lo van a dar a mí que sólo tengo diez años? La Municipalidad queda en la esquina de la escuela, me explican, pero del otro lado, pasando de largo. Nunca la vi porque no tengo permiso para ir más allá. Todos los días caminamos por la calle Güemes, son tres cuadras, doblamos en la esquina del quiosco de Picca por la Belgrano y ya llegamos a la escuela. En frente esta Petro donde me dejan comprar algunas golosinas y útiles y al lado vive mi abuela Alcira. Hasta ahí llegamos. Alcanzo a ver que en la otra esquina está la plaza y un edificio alto, pero nunca fui para ese lado. Tengo miedo de perderme. Ese edificio con un reloj en la torre es la Municipalidad, me dicen. Ahí tengo que ir. Y pedir el número de la casa. Me organizo para ir a la mañana siguiente. A la noche casi no duermo pensando en lo que pasará. Tengo miedo de perderme, de que no me entiendan, de que me reten. Siempre tengo miedo de que me reten. Mi mamá me pide que vaya caminando porque con la bici tengo que prestar más atención e ir por la mano, en cambio a pie voy y vengo por la misma calle por la que siempre me muevo.
                              Me levanto más temprano que otros días y parto esa mañana de verano, sola. No quiero que nadie me acompañe, es mi aventura personal. Entro a la Municipalidad y enseguida me atienden. Les explico lo que necesito. Todo claro. Buscan el número en unas planillas y me lo dan anotado en un papelito: Juan José Paso nº 208. ¡Viva! Ya está. Lo logré. Cuando llego a casa todos se sorprenden y se ponen contentos. Ahora tengo que convencer a mi mamá para que haga el cartel en el frente. Eso llevará más tiempo. No veo la hora. Así quedará completa mi aventura y podré decir que el número está ahí gracias a mí.
                              Me siento importante. Hice algo que quedará para siempre en nuestra historia familiar.
                              Todo el entusiasmo y la organización no me llevó más de una semana. Ahora ¿cómo me entretengo? ¡El verano es tan largo y recién empieza!


viernes, 25 de abril de 2014

Agua

El agua que es vida, que transforma una semilla de la quinta en un tomate con sabor a tomate, en unas chauchas para mi tarta con atún. El agua que es vida, que sana mis riñones, enfermos por herencia, que lava heridas, que limpia culpas, el agua que es bendita. El agua que bautiza, que sella, el agua del ritual. El agua que cae en la cabecita del bebé recién nacido sostenido por manos enormes de padre, enjabonado por manos expertas de madre. En el baño de la casa vieja, encerrados los siete, siendo parte. La familia definitiva, el vapor del invierno. La adoración al niño recién nacido, ya sin cordón umbilical. El agua que cocina mi comida, que limpia mi casa, que riega mis plantas. El agua que limpia los cuerpos, que lava mi cabello, largo, enredado, mientras siento las manos de mi madre, movedizas por toda mi cabeza, hurgando en mis orejas, en mi cuello, con sus uñas largas y su presencia ocasional.
El agua que es muerte, que destruye, que arrasa con todo, que ahoga, arrastra, traga como un monstruo hambriento todo lo que se cruza a su paso. El agua que es llanto. El agua que falta y el agua que sobra. El agua que hierve, que quema. El agua que es nieve, que es hielo.
El agua del río que refresca, que acompaña en vacaciones. Del río de mi infancia, el agua que divierte, que entretiene. Que crece junto a la sirena de aviso, que da miedo, ese río amigable y enojado al mismo tiempo. Que se lleva la playita y las carpas y nos da a cambio un camino de agua entre las piedras para llegar en gomón y a los gritos de la casa al balneario, medio de transporte imaginario. El agua de la pileta de casa, la novedad, compañía junto al mate recién descubierto de tardes adolescentes. El agua que recibe nuestros cuerpos y nos llena de placer en una tarde de verano.
El agua que contemplamos embelesados, de lago, de río, de cascada, de mar, el agua infinita. Y la fascinación del ser humano ante el agua, que funda ciudades, construye casas, inventa historias, convoca a turistas, atrae como un imán. El agua de lluvia que espero, que me encanta. La lluvia en el patio de la escuela que me llama a mojarme, a reírme con Mariana. A volver a casa empapada, en guardapolvo cantando “hoy te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como un perro” y la cara de mi madre, que se sorprende al verme, no por estar mojada, sino por la letra de la canción.
El agua que corre y el agua estancada, el agua transparente y el agua que oculta.

El agua, como la vida misma.

lunes, 14 de abril de 2014

Amigas

Ayer me crucé con Ale en una calle de mi pueblo. Una sorpresa a medias, me había escrito por face que estaría por aquí lunes y martes y que me avisaba para vernos. Pero siendo día de semana, ya me había olvidado. Quedamos en tomar un café a la siesta, en la casa de su mamá, que ahora vive en un departamento, cuarto piso, acá en el pueblo, cómo cambiaron los tiempos. “La casa de la Ale” siempre será la otra.
Cuando llego veo arriba de la mesa muchas fotos, impresas. Ya nadie imprime las fotos, una lástima. Me pongo a verlas y con sorpresa me detengo en una: Ale está tomando sol, con una capellina, en la playa, fue este verano, me cuenta, en Uruguay y yo  miro con alegría, casi con emoción, tiene puesto el colgante pero no digo nada, yo también lo tengo puesto y lo toco y en ese acto, se cuanto significa para mi.
Hace un año y pico nos llegaron los cuarenta. Tenían que llegar y llegaron. Nos encontraron a cada una de diferente manera, como viene la vida, como va sucediendo. Alguna sola, otra con todas las pilas, otra con ganas de festejar, otra bajoneada, todas con niños, pequeños, medianos y grandes.
La primera fue Mariana. Del cumple de Mariana al de Ale, que es la más chica, pasa casi un año. Siempre el mismo chiste. Las 71' y las 72'. Las más viejitas y las más jóvenes. Entonces se planteó el tema del regalo. Las chicas que viven en Córdoba dijeron de comprar para todas los mismo, un gesto tan dulce como adolescente. Propusieron un “muranito”. Un dije de cristal de Murano, chiquito, redondo, rojo. Así somos  las cinco, nada de ostentación ni de lujos. Hubo consenso de inmediato.
A mí me lo dieron en mi fiesta de cuarenta. Y cual niña pequeña, al recibirlo, hice cara de sorpresa, aún sabiendo lo que era. Yo hice fiesta, los cuarenta me llegaron con una gran movida interna, con búsquedas, con alegría y con mi muranito. Decidí festejar la vida, mi vida y ahí estaban ellas, como siempre.
Después se lo dimos a Mari, a Kari y finalmente a Ale. Las vueltas del país y de la economía no permitieron conseguirlos todos iguales, pero casi, qué importa. Dicen que ya no se consiguen.
Lo uso siempre, me combina con todo, esa es mi excusa. Creo que en realidad las que combinan con mi todo son ellas, mis amigas. Lo toco todo el tiempo, como una costumbre mientras pienso en Mariana, Maricel, Karina y Alejandra. Ellas saben que las extraño, las necesito, y que están siempre cerca de mi corazón en mi muranito rojo.

Las quiero mucho amigas!!!

Kari, Nat, Mari, Marian y Ale

domingo, 6 de abril de 2014

Lo mío

Los días como hoy y los domingos a la noche tanto quisiera ser como vos, como otros, como muchos. Sin implicar el hecho de cambiar. Solo ser. Haber nacido diferente, porque cambiar es tarea imposible, lo sé. Hace años que lo intento sin lograrlo. Sólo ser. Ser positiva, optimista, colgada, conformista. Que no todo sea de vida o muerte, que algo, mínimamente, me de lo mismo. Los zapatos que me pongo, la comida que como, en la esquina que doblo, algo. Pero no. No me gusta el verano, ni meterme a la pileta, ni al río ni al mar. Comer choripanes o hacer pic nics debajo de los árboles rodeada de moscas, o viento o tierra. No, no es lo mío. No me gusta el Caribe ni el all inclusive. Me aburro, me ahogo, no sé dónde estoy. Y no me da lo mismo. Pensar que todo, siempre, va a estar bien, imposible para mí. Buscar conclusiones a la vida, a la gente, eso sí. Que me gusten los pepinos y el zapallito relleno, eso no. Yo como brócoli, berenjenas y alcauciles. Lo mío es la quietud, lo interior, mirar el mar desde la orilla leyendo un libro. Lo mío es lo que repta por debajo. Lo que cuesta, la voluntad, la melancolía, la tristeza inexplicable. Las noches oscuras, densas. Los días de llovizna. Lo mío es lo que habita adentro, del cuerpo, de la casa, de la cama. Bañarme con agua caliente. Tomar café. Ojalá me gustara el mate a toda hora y el asado. Pero no. Necesito un escudo para la desilusión. Ojalá fuera como vos.
Lo mío es la curiosidad, la constancia. Ojalá todo me diera lo mismo. El final del libro, de la película. Ojalá fuera como vos, que te dormís cuando faltan diez minutos para que termine la historia y no te importa, no te intriga. Te da lo mismo. Lo único que te importa es tu sueño. Pero yo no. No puedo. La curiosidad me mata. Necesito saber. Todo. El máximo de las posibilidades. Lo mío es la ansiedad y el ansia. Ojalá supiera de medicina, de impresoras, de cerraduras. Así no dependería de nadie. Porque lo mío es no depender. Arreglármelas sola. Hacer todo a mi manera. Manejar la situación. Los tiempos. Trabajar sola. Para no negociar nada con nadie. No dar explicaciones repetitivas. Lo mío es no perder el tiempo. Ni el tiempo ni nada. No perder nada.
Lo mío no es diciembre, ni las fiestas, ni los sociales, ni los festejos de días comerciales. Ni eneros ni febreros. Lo mío es octubre, abril quizás. Abril con llovizna, eso es lo mío. Lo mío es usar zapatos cerrados, no mostrar los dedos de los pies, ni la tira del corpiño. Combinar toda la ropa, sin colores fuertes ni rayados con flores. Lo mío es el perfil bajo, no llamar la atención, pasar desapercibida. Mirar el pronóstico dos veces por día, amargarme si vendrán días de calor, alegrarme con días de lluvia. Mirar el almanaque y organizar viajes para los fines de semana largos. Porque lo mío es irme, siempre irme. Saber cuántos seremos para comer, evitar las sorpresas. Limitar el ingreso de personas a mi mundo. Ojalá fuera como otros, donde comen tres comen diez y todos somos amigos. Ojalá, pero no. No saber qué haré mañana. No. Lo mío son las agendas, las anotaciones del día, de la semana, del mes. Las listas. Las tareas. Las reglas. Y cumplir, siempre cumplir. Porque si te digo “me olvidé” te estoy mintiendo, porque jamás me olvido de algo, porque mi memoria es mi tortura, porque todavía recuerdo la fecha de cumpleaños de compañeros de primaria que hace años no veo. Ojalá anduviera por la vida más liviana, con menos recuerdos. Pero no. Olvidar no es lo mío.
Lo mío es ser yo y no claudicar en el intento.
Ser yo y contradecirme.
Lo mío es la honestidad, lo que es y no puede dejar de ser.
Lo que soy y siempre seré.


martes, 25 de marzo de 2014

Así será

Te irás a estudiar a Córdoba, segurísima de la carrera a seguir. Lo decidirás a los catorce, al conocer el novio de tu hermana. Te quedarás maravillada con sus dibujos y su letra de molde. Soñarás con lo mismo para tu futuro.
Estudiarás arquitectura en la nacional.
Caerás a la facultad en mayo, totalmente perdida y entusiasmada, te enterarás que ese año anduvieron de paro y gracias a eso podrás cursar dos materias de primer año que todavía no comenzaron.
Te esforzarás mucho, te costará. Renegarás.
Te querrás morir de bronca cuando los profes rompan y desprecien tu trabajo. Te irás dando cuenta que haber sido la mejor alumna en el secundario no te servirá de mucho.
Entregarás el trabajo final de Arquitectura I de primer año en noviembre y esperarás buenos resultados. Te sentirás la peor cuando la profesora te llame para decirte que está todo mal, que no se arregla con corregir algunas cosas. Deberás hacer todo de nuevo y volver directamente en marzo. No te dejarán libre sólo porque no faltaste nunca y entregaste todos los trabajos.
Volverás a tu casa caminando por Nueva Córdoba con las lágrimas por el piso. Irás a la telefónica de la calle Brasil a llamar por operadora a tu mamá. Lloraras por teléfono, le dirás que querés dejar, que la cosa no va. Escucharás como tu madre te alecciona sobre cómo es la cuestión en la facultad, dudarás.
Le contarás a tu marido y volverás a llorar. Te escuchará y no te prestará mucha atención. Aprenderás para siempre que con él no te podrás hacer la víctima.
Te prepararás en el verano y muy a tu pesar tendrás que pedir ayuda. Llegará marzo. Otra vez te retarán, te harán sentir la nada misma, te pondrán un seis de lástima y te sentirás la persona más mediocre del mundo. Odiarás la mediocridad, eso sí que no lo podrás soportar.
Levantarás cabeza y comenzarás un nuevo año lectivo. La carrera te dará muchos años para repuntar. Admirarás a esa profesora y terminarán siendo casi amigas.
Empezarás a hacerte cargo de tu propia vida. Dejarás de ser adolescente.

Terminarás  siete años después, feliz y enamorada de la arquitectura. 

martes, 11 de marzo de 2014

Ella

Ella tiene un cuaderno donde anota todos sus viajes y en las últimas hojas hay dos solapas, una dice: “lugares a los que quiero ir”, y la otra, “lugares adonde quiero volver”. Y ahí estaba firme Nueva York, hace muchos años, en la solapa de lo desconocido.
Ella soñaba con conocer Nueva York. Ella ama las ciudades, las prefiere, sin dudar, a los viajes de playa. Ella quiere aprender, conocer, saber dónde está parada.
Cuando junio decía adiós con la mano y el frío se instalaba por fin en sus tierras, ella decidió partir. Su trabajo, su familia, su bolsillo y su entusiasmo le alcanzaban para pasar diez intensamente planificados  días en la gran ciudad.
A ella no le gusta el calor, pero en Nueva York y de vacaciones, lo mismo le da. Esa limitada capacidad física de trabajo intenso que mueve sus días se multiplica infinitamente cuando está de viaje. La curiosidad es su combustible interminable.
Ella camina y gira la cabeza hacia todos lados, absorbe como una esponja todo lo que ve. Ella es arquitecta y tiene una fina memoria visual, estética. Ella camina horas, se detiene y mira a la gente, el diseño de un banco, una marquesina, una puerta, un jardín. Ella no toma muchas fotos, le parece que pierde el tiempo, prefiere mirar todo con sus propios ojos y recordar.
Ella cuando viaja es feliz, nada le duele, nada le molesta, nada se extraña. Ella vuelve de sus viajes con la cabeza llena. Siente que crece, que se arriesga. Ella es organizada y estructurada, tiene un listado de lugares para conocer, de los turísticos y de los otros y los  va cumpliendo día a día. Ella planea todo sola, se mueve en subte, compra pasajes, reserva hoteles, organiza visitas. Ella se autogestiona  porque le gusta sentirse libre. A veces se pone ansiosa, sale de su zona de confort. Eso es lo que le gusta de conocer lugares nuevos, emocionarse, sorprenderse, sentirse viva.
Ella se encuentra una tarde calurosa en un parque del Soho con un coro de chicos que cantan bellísimo rodeados de gente que aplaude y se emociona. Ella se tapa la cara con las manos y llora. Se pregunta por qué está sola. Llora porque se encuentra envuelta en un momento único, irrepetible y no tiene con quien compartirlo. Llora porque reconoce la certeza de un sueño que se cumple, lo siente en su cuerpo, lo sella en su mente. Ella también sabe que hay cosas difíciles de compartir, como caminar veinte cuadras para llegar al Guggenheim, porque admira al arquitecto que diseñó el edificio. Ella se para en la vereda de enfrente y se le pone piel de gallina. Ella entra al Met y al encontrarse con un Van Gogh auténtico le tiemblan las piernas. Esas son las cosas que a ella le gustan. La trascendencia de la historia. Las huellas que deja la gente que admira.
Ella lee a Murakami y se lleva el último libro que compró. Se decepciona al entrar a la biblioteca pública y encontrase a cientos de personas leyendo de computadoras. Ella sabe que la gente lee, pero ya no tienen libros en la mano. Ella se sienta con su Murakami a la sombra en el  bellísimo parque detrás de la biblioteca y se siente feliz. Ella todavía viaja con sus libros a cuestas.
Ella se enamora de los barrios de la ciudad donde puede percibir algo de personalidad, de historia. Ella busca eso, aun en Nueva York. Ella no es especialmente admiradora de la cultura yanqui, pero envidia su comportamiento ciudadano. El estado de los espacios públicos, los museos, los parques, las calles. Ella no puede dejar de pensar en su país, tan diferente.
Ella va al ground zero, donde estaban las torres gemelas y se pregunta cómo pudo suceder algo así, ahí, en ese lugar. Ella se queda impactada pero no lo lamenta. Siempre se le dio por estar del lado de los más débiles y ellos no son, en este juego de poderes que es el mundo en el que vivimos, ni por asomo,  los más débiles.
Ella en esos diez días exprime a la ciudad y viceversa.
Ella ya está de vuelta inmersa en su rutina diaria, pero no le importa.
Ella ya está organizando su próximo viaje.


martes, 4 de marzo de 2014

Miedo

La primera vez que sucedió lo justifiqué. Era la primera noche que dormíamos en la casa nueva, con cama nueva, todo distinto. Y casi me mato. Me tiré de la cama de dormida. No me caí, me tiré, como a una pileta de natación sin agua y con el piso sin terminar. Imagínense, me raspé hasta el alma.
Si señores, soy sonámbula. Pero no una sonámbula divertida, sino una del tipo que asusta a los demás y pone en riesgo su integridad física.
Ese verano que me mudé la cosa se puso cada vez peor.
A los pocos días me volví a tirar, pero por la ventana y vale la pena aclarar que la ventana es chiquita, y que del otro lado hay una galería, pero sobre elevada como un metro y fui a parar allá abajo. Me esguincé el tobillo. Todavía tengo grabada la cara de mi marido asomado por la ventana. Totalmente desconcertado y asustado.
La tercera vez me desperté en la calle y para que no se asusten les cuento. Vivo en un pueblo pequeño en las afueras y además, donde hicimos la casa hace doce años atrás, era prácticamente campo.  Me despertó el frío que sentí, estaba con mis atuendos de dormir de verano, una remera cualquiera y en calzones… Menos mal que todavía no tenía vecinos. Me encontré ahí parada, con frio y pensando, ¿qué hago acá?
Otra noche me levanté y fui al comedor, me apoyé en la mesa y me puse a mirar el patio a través de la puerta ventana, mientras pensaba como siempre, ¿qué hago acá?, ¿estoy despierta o dormida? Y ¿qué veo? Un ratón enorme caminando por el tirante del techo de madera. Pensé que estaba soñando, pero no, al otro día mi perro lo cazó, o sea, dormida pero atenta.
El problema más grande es el señor que comparte la cama conmigo, mi marido, que no me entiende. Al principio me discutía y me retaba. ¿A quién se le ocurre discutir con una sonámbula? Me asustaba mucho porque no entendía qué pasaba. El me dice que es al revés, que yo lo asusto a él, pero convengamos, estoy en desigualdad de condiciones porque yo estoy dormida. Después de tantos años se fue acostumbrando y ahora o no me habla o trata de convencerme muy dulcemente que siga durmiendo, pero se enoja bastante.
Después de esta seguidilla de eventos la cosa no daba para más. Además de mis paseos extramuros, casi todas las noche me levantaba a “darme una vuelta” por la casa, me aparecía en la habitación de mis hijas y según su parecer “con cara de loca” les preguntaba “¿qué hacen?” como si fueran las cinco de la tarde. Así que partí de mi neuróloga, una chica joven que ya me había tratado las migrañas. Me hizo varios estudios y finalmente me planteó la posibilidad de  hacerme una polisomnografia, o sea, un estudio del sueño. Te tenés que internar, quedarte a dormir en un sanatorio como si fuera tu casa pero enchufada por todos lados. Después de muchas charlas y consideraciones llegamos a la conclusión que no daría resultado. Ella con ciertas precauciones para no ofenderme me dijo: “tenes que ir a un siquiatra, esto es un trastorno de ansiedad” Y allá fui. El tipo me explicó que mi mente no para, que no me funciona ese filtro que hace que no actuemos lo que estamos soñando, uy!, ¡qué divertido sería!, ¿se imaginan? Me medicó, pero me seguía levantando peor. Más dormida todavía, más peligroso se tornaba.
Un fin de semana largo nos fuimos a las sierras, a una casa grande con mis hermanos, éramos muchos. Nos tocó un dormitorio con cuchetas. Yo estaba en mi peor momento así que pensé, me acuesto abajo, por las dudas, para no golpearme. Y ¿qué pasó?, que pegué un salto y me partí la ceja con la cama de arriba y ¡no me desperté! Seguí durmiendo unos minutos hasta que el dolor de cabeza que sentía y algo frío y líquido que me chorreaba por la cara y se me metía dentro de la oreja me hicieron despertar. Voy al baño y me encuentro con ese panorama, toda la cara ensangrentada y yo sin saber de dónde me salía la sangre. No podía dejar de pensar que estábamos en un pueblo aislado y que si me tenían que coser, ¿qué haríamos? A los gritos como una loca desperté a todo el mundo y cuando  me vieron fue muy gracioso. Hasta que encontramos el corte y no era para tanto, pero…
Así fue que empecé yoga y técnicas de respiración. Hoy estoy mejor. Me levanto, le digo algo a mi marido, generalmente en un tono enojada o con miedo y después de pensar unos segundos, me voy dando cuenta que no estoy despierta. Leve. Los mediodías la pregunta de rutina es: ¿anoche me levanté, no? Y todos nos reímos de la situación.
Fantaseo con poner una camarita en mi dormitorio, como en la película “Actividad paranormal”, pero no me animo. Tengo miedo que al mirar los videos, además de ver todas mis locuras nocturnas, aparezca algo raro, y ahí sí que no duermo nunca más….










lunes, 24 de febrero de 2014

Ritual

- “¿Mañana a las 9 entonces?”
- “si, a las 9”.
No importa que sean las doce de la noche o las tres de la mañana. Es verano y al otro día, domingo. Las mañanas de verano de domingo son para disfrutar, y eso hacemos. Con un mínimo diálogo confirmamos el ritual.
Nos levantamos a las nueve. Preparamos el mate. Hacemos tostadas con pan del freezer o algún bizcocho viejo que ande dando vueltas. Nunca fuimos clientes de panadería. Yo me hago un mate cocido. No puedo tomar mate como primera bebida, me cae mal. Necesito la taza, “tomar la leche”. Después si, cuando la mañana avanza tomo algún que otro mate.
El comedor y la cocina están inundados de patio. Afuera todo brilla y está perfumado. Primero el jazmín paraguayo, después el jazmín de leche y por último la madreselva. Van alternando sus perfumes para hacernos compañía.
Acomodamos los sillones y la mesita mirando para el este. Si hace mucho calor, tomamos sol. Amo el sol de la mañana. Es cálido y fresco al mismo tiempo. Es tranquilo y no agrede. El patio está en silencio. Casi no tengo vecinos y los domingos a la mañana la gente duerme. No saben lo que se pierden. Leemos el diario y hablamos de cosas importantes. Desde comprar otra hortensia hasta qué vamos a hacer en las vacaciones. Hablamos de plata y de las nenas. De nuestros trabajos y de los días que vendrán. De la semana que nos espera. Trabajamos mucho y durante los días laborables nos vemos poco. En esos días la casa nos mira pasar y nosotros la miramos a ella con ganas. Ganas de disfrutarla, porque nos encanta. Y más amamos el patio. Todo queda para el fin de semana, cortar el pasto, tomar decisiones. De lunes a viernes cuando salgo a trabajar con mis pantalones largos y mis zapatos cerrados miro el patio, con su calor, sus flores y la pileta y pienso, “el domingo, ya llegará el domingo”.
Después de tomar unos mates y charlar, se corta el pasto, ordenamos el patio, limpiamos la pileta. A eso de las once escuchamos una vocecita que se asoma por la galería: “ey, ¿qué hacen?”. Es la niña que se despierta y se encuentra sola dentro de la casa. Sabe dónde estamos y se suma a la mañana. Pero ya todo cambia. La magia se transforma en realidad. Cambian los temas y las actividades. Se aproxima la hora del almuerzo. A veces se cocina asado, y si hace mucho calor organizamos pic nic en la sombra, como si estuviéramos en un camping. Entro a la casa y empiezo a ordenar. Pongo ropa a lavar. Comemos.
Después viene la siesta. Y después de la siesta cada cual toma su camino, club, amigos, tele, lectura. Ya está, la magia terminó. Mañana es lunes y hay que prepararse.

Si llueve el ritual cambia. Dormimos más, nos quedamos adentro, comemos pasta. Pero qué importa, estamos juntos, el verano es largo y siempre llegará el domingo.

jueves, 13 de febrero de 2014

Marcas

Como todos los años, teniendo mamá dedicada a la docencia, no se planteaban dudas con respecto a las vacaciones, veinte días en enero, diez días en invierno. Mi papá, al trabajar en el campo, enero lo tenía disponible, pero julio, no siempre. Todavía no aprendo los ciclos del campo, creo que en julio se siembra el trigo. Por eso mi papá, de las vacaciones de invierno, participaba “a medias”.
Ese invierno de 1985 partimos a la casa de la nona en Carlos Paz. Mi papá y mis hermanos mayores no iban. Éramos mi mamá, mis hermanos más chicos y mi amiga Carina. Yo tenía catorce años y me correspondía invitar a alguien. La técnica de mi mamá para que no me pusiera densa con la cantinela: “estoy aburrida”.
El primer domingo de las vacaciones nos fuimos a pasar el día a Icho Cruz*, a la casa de una familia amiga de toda la vida. Era una tarde gris de invierno, con mucho frío, pero qué importaba, estábamos de vacaciones. Allá me encontraría con Gaby, la hija de Nelda, que iba a la escuela con mi hermano y éramos muy amigas, en el pueblo vivíamos en la misma cuadra. Toda una vida de vereda, patines, escondidas y calle.
Ella ya tenía la tarde organizada, nos iríamos a dar unas vueltas a caballo todos juntos, nosotros, ella y más amigos de Icho Cruz que estaban de vacaciones. Yo enseguida dije que no. No me gustan los animales grandes, les tengo miedo. No tuve animales de chica y siempre me costó relacionarme con ellos y menos que menos un animal al que tenía que tocar y además subirme encima. No y no. Pero si. Todos iban y era eso o quedarme la tarde entera aburrida en la casa con Nelda y mi mamá. Así que partimos al encuentro de los caballos. Para terminar de convencerme Gaby me propuso ir con ella. Por supuesto, yo guiar un caballo, ni loca. Arrancamos y a las dos cuadras el caballo levantó las patas delanteras en un claro gesto de incomodidad y yo me caí. Una caída simple y tonta. Es más, caí sobre una pila de cenizas de leña. Pero enseguida me di cuenta. Sentí un dolor intenso en el brazo y empecé a gritar de miedo como una loca. No me importaba el brazo, lo único que quería era que el caballo se alejara de mí. Vino un vecino a ver qué pasaba y me hasta la casa donde estaba mi mamá. Me había dislocado el codo y seguramente, quebrado. Qué dolor. Así se dio por terminado el paseo en Icho Cruz. Mi mamá, enojadísima por tener que enfrentar la situación con tantos niños a cargo y sin mi papá, organizó todo y volvimos a Carlos Paz. Ella no sabía qué hacer, donde llevarme. A pesar de estar muy nerviosa,  en un acto de lucidez, se le ocurrió llegarse a la casa de un amigo de la infancia que vive en Carlos Paz que es cardiólogo para que le aconseje alguna clínica confiable. Estaba como loca. Yo tenía un pulóver de lana gorda, enorme, a rayas azul y blanco y nadie se había atrevido hasta ese momento a mirar cómo estaba mi brazo. El amigo de mi mamá lo hizo y todos transformamos nuestras caras. Mi codo estaba deformado y negro. Se veía muy feo.
Finalmente encontramos la clínica, esperamos horas  que viniera el especialista adecuado, me hicieron unos minutos de anestesia general para ponerme el codo en su lugar y cuando empecé a despertarme, me estaban enyesando. La historia podría terminar ahí, pero no. La cuestión recién comenzaba.
Volvimos a casa y después de tener el yeso un buen tiempo, empecé la rehabilitación. Un mes, dos. Una tortura. Llegamos a un punto muerto. Mi codo estaba trabado. Ni se extendía ni se encogía en los parámetros normales. Algo andaba mal. Y, por supuesto, la culpa era mía. La fisioterapeuta decía que yo no colaboraba, que era sicológico.Mis padres estaban desconcertados y yo, harta. Una mañana me fue a buscar al colegio mi tío, que es médico, para llevarme hasta la clínica. Había venido un traumatólogo especializado en codo y que querían que me viera. Todo mal. Se me había soldado el hueso de una manera incorrecta. Que me tenían que operar. Mi mamá y mi tío, decidieron de manera unilateral, que no. Que no hacía falta, que era mucho riesgo tocar el codo, que para qué, que no me dificultaba nada en la vida.
A mí lo único que me preocupaba era el vóley. Y así fue que tuve que aprender a jugar de nuevo, a sacar y rematar con mi brazo derecho más corto. Eso fue lo que más me dolió. Porque yo jugaba muy bien, el vóley era mi vida y nunca más tuve la fuerza que tenía antes de quebrarme. Lloré como corresponde a las tragedias adolescentes. Pero a nadie le importó.
Todavía hoy mi mamá me dice: “tampoco fue para tanto”. Y ahora la entiendo. No querían hacerme pasar por una cirugía sin garantías que mi codo quede mejor de lo que estaba.
Aunque pasaron más de veinte años es imposible olvidarlo, cada vez que está por cambiar el tiempo todavía me duele. Tampoco puedo llevar un peso muy importante porque el brazo no se estira del todo y me genera dolor. Además, ahora que estoy haciendo yoga hay muchos ejercicios que los hago diferentes por tener un brazo más corto.
Y así ando por la vida con mi codo deforme, los años me enseñaron que las marcas en el cuerpo suelen ser mucho más pasajeras y generosas en el dolor que las marcas que la vida nos deja en el alma.
Eso sí, nunca más me acerqué a un caballo. Ya había dicho yo que les tenía miedo.-

*Icho Cruz: un pueblo serrano a 20 kms. de Carlos Paz.

sábado, 8 de febrero de 2014

Una mañana común

Estoy en el banco. La gente me mira, ellos se conocen entre todos, pero a mí no. No soy de acá. Soy de un pueblo vecino. Vengo seguido por trabajo y además, al banco. Es un Banco Nación y en mi pueblo no hay. No es que este pueblo sea mejor o más lindo que el mío, no. Nos disputamos muchas cosas, ellos tienen Banco Nación, nosotros tenemos más restaurantes, y más escuelas. Estamos a 16 kilómetros.
Siempre hay  mucha gente, el cartel avisador de los números de orden para las cajas marca el 18 y yo tengo el 31. Parece que voy a estar un rato largo. Me espera el albañil en la obra pero no me animo a irme y volver después, a veces los números pasan rápido, a veces no.
Atrás mío escucho como conversan dos señores mayores. Hablan de la economía, de política y por supuesto, se quejan de todo, especialmente de la presidenta. Hablan del campo, de la soja, del dólar. Los temas de los que hablan todos por acá. Parece que la siembra de la soja en Estados Unidos pinta exitosa y eso está haciendo bajar el precio, después de tantos años viviendo en la zona, hasta yo lo entiendo.
Odio los bancos, las esperas, los papeles, los “sistemas”. Este banco por lo menos tiene   asientos donde esperar cómodamente, entonces yo, que no conozco a nadie y no puedo matar el tiempo haciendo sociales como hacen los demás, me traigo algo para leer. Pero hoy no, el libro que estoy leyendo es muy grande y pesado. Así que saco mi hermosa libretita de Gaudí y mi lapicera y escribo.
El banco cambió totalmente su organización interior desde que sucedió lo del caso Piparo. Ahora no vemos qué hacen los cajeros ni porqué tardan tanto, ni siquiera podemos saber si de las cuatro cajas está funcionando una sola o las cuatro. Sólo queda mirar para el cartelito que cambia los números. Y esperar, escuchar, escribir.
Llega un señor más joven y se sienta a mi derecha. Le habla a la chica que esta mas allá sentada hace rato: “tengo para toda la mañana” le dice, y la chica resignada le contesta: “esto es siempre así”. Y yo pienso, bueno, toda la mañana no, porque levanto la vista y alcanzo a ver el reloj de pared que está colgado en la oficina del gerente y marca las 11:10. Para mí la mañana ya está terminando. En los pueblos del interior el mediodía es a las 12, 12 y media a más tardar. El mediodía marca el fin de la mañana y el comienzo de la tarde.
Suenan teléfonos con todas las músicas posibles. La gente va y viene, sale, habla en la vereda, vuelve. Se escucha a cada ratito: “estoy en la banco, después te llamo”.  Y yo me pregunto cuando el cartel ya marca el 23, “¿qué hago acá?, ¿podríamos vivir sin esto, que tanto estresa, que a nadie le gusta?”. Supongo que sí, pero quedaría afuera de muchas cosas, del bendito “sistema”. Hoy vine porque tengo que pagar lo que gasté en mi último viaje y a hacer una transferencia para el taller de escritura a distancia. Viajar y escribir, dos actividades que me dan mucho placer. Que me significan una hora en el banco una vez por mes. 

Tampoco es para tanto, levanto la vista y el cartel ya marca el 26.

domingo, 2 de febrero de 2014

Hoy es mi cumpleaños

Hoy es mi cumpleaños, pero además, me toman las tablas del 8 y del 9. Por eso me levanto temprano, para repasar las tablas y porque es mi cumpleaños. Desde mi  dormitorio siento el perfume de la glicina de Chola, mi vecina. La planta no para de crecer y se trepa por todos lados. Ya cubrió parte del toldo de mi patio. Cumplo los años en setiembre y para esta fecha siempre está llena de flores lilas que perfuman toda la cuadra.
Me pongo el uniforme de la escuela y tomo la leche. Nieves, la chica que trabaja en casa, ordena, y yo repaso las tablas. Le pido que me tome, pero Nieves es muy nerviosa, no se queda quieta ni un minuto y cuando limpia hace un ruido constante con la boca. Como hacen los jugadores de tenis cuando sacan. Así que prefiero arreglármelas sola. Mientras recito las tablas doy vueltas alrededor de la mesa, ocho por uno, ocho, ocho por dos, dieciséis. Las sillas están patas para arriba porque Nieves lavó los pisos, entonces se me ocurre una idea, escribo debajo de cada silla el resultado de una multiplicación. Camino y voy mirando si lo digo bien o me equivoco. Ocho por cinco cuarenta. No puedo dejar de pensar que hoy es mi cumpleaños.
La fiesta es a la tarde, después de la escuela. Mi hermana me ayudó a hacer las tarjetitas. Quedaron lindas, las hicimos con cartulina y les pegamos figuritas. Este año son muy originales, mi mamá nos compró una tijera que corta con piquitos. Dicen bien clarito: “te espero en Juan José Paso 205”, ¡qué emoción! Repitiendo las tablas como un loro se hace la hora de almorzar. Llegan mi mamá y mi papá de sus trabajos y recibo el primer regalo. Es un libro. Me gusta leer y mi mamá lo sabe. Tengo muchos libros, aunque siempre le pido que me deje leer alguno de su biblioteca, que es inmensa. Dice que por ahora lea los que me regala ella. Que algún día podré leer de los suyos. ¿Qué misterios esconderán esos libros? No puedo ni imaginarme.
Almorzamos y me voy caminando a la escuela con mis hermanos. Me toman, ocho por seis cuarenta y ocho. Es un lindo día y es mi cumpleaños. Invité a todas mis compañeras de quinto grado, a mis primos y a Gaby, que aunque es más grande que yo, siempre jugamos juntas porque vivimos en la misma cuadra.
En los recreos, mientras repasamos las tablas, pensamos con mis amigas a qué vamos a jugar en el cumple. Al “pizza pizuela”, a “la escondida”, a “la estatua”, al “teléfono descompuesto” y al “cuchara, cucharita, cucharón” desde la verja de Doña Chola que tiene la altura perfecta para tirarnos sin golpearnos.
Suena el último timbre y vuelvo ansiosa para mi casa. Al final la señorita Cecilia no me tomó las tablas. Dice que por ser mi cumpleaños lo dejamos para mañana. Apenas salgo de la escuela me doy cuenta que algo cambió. Ya no hay más sol, el cielo está nublado. Oscuro. Trato de no pensar en eso mientras camino, nunca llueve para mi cumpleaños.
Llego a casa y me encuentro con Olga, la señora que me cuida. Me apura, “¡vamos a bañarse y cambiarse que se hace la hora!” Voy a mi dormitorio y encuentro sobre la cama la ropa preparada. Mi mamá siempre me encarga ropa nueva de Nelly, la modista que vive a la vuelta. Para mis cumpleaños me hace vestidos con lindos cuellos y bordados. Pero este año me hizo hacer una pollera plisada roja y una camisa blanca. En el cuello lleva una hermosa cintita de terciopelo del mismo color de la pollera. Además me compró zapatos. Me visto, la ropa nueva me queda perfecta. A la camisa le agrego un prendedor de dos florcitas anaranjadas. Me peino sola, hace un tiempo aprendí a hacerme la media cola. Me da un poco de trabajo desenredarme el pelo porque lo tengo larguísimo, pero prefiero hacerlo yo y no Olga o mi mamá que en el apuro me tironean y me hacen doler.
Cuando estoy terminando de prepararme escucho a través de la ventana un ruido que viene del patio de luz. ¿Llueve? Pienso por un momento. Y después me convenzo de que no. Que alguien debió poner en marcha la bomba que sube el agua del pozo al tanque, arriba del techo. Cuando el tanque se llena, rebalsa y caen gotas sobre el piso del patio simulando que llueve. Sí, eso debe ser.
Termino de cambiarme y voy para el comedor. Me encuentro con la mesa preparada, las gaseosas, los bonetes, los vasitos de colores, la torta llena de confites. Los globos. Llegó la hora. Mis hermanos se ponen insoportables y quieren comer y tocar todo. Mis padres están trabajando, seguro vendrán más tarde. Ya son las seis y cuarto.
Estoy feliz. Pero la alegría y la emoción de ver todo listo me dura poco. Giro mi cabeza y miro hacia la calle. Llueve y cada vez más fuerte. ¡Qué ganas de llorar! ¡Odio la lluvia! Pienso que nadie vendrá a mi fiesta. ¿Cómo harán para venir con esta lluvia? Algunas de mis amigas viven lejos y sus papás no tienen auto. Empiezo a llorar y escucho que Olga me habla. Trata de convencerme, me dice que de alguna manera vendrán. Ya son las seis y media y no llegó nadie. Esa era la hora que decía en la tarjetita. Olga me dice que no llore, que esperemos, que quizás lleguen más tarde por la lluvia. Mis hermanos se burlan de mí y yo me siento muy triste. Pasan quince interminables minutos y mientras pienso que no habrá ni “pizza pizuela” ni “cuchara, cucharita, cucharón”, tocan el timbre. Corro ansiosa a atender y ¡qué sorpresa! me encuentro con mi mamá y detrás de ella algunas de mis amigas vestidas de cumpleaños y con regalos en sus manos.  No lo puedo creer. Mi mamá salió antes de su trabajo y decidió pasar a buscarlas y traerlas a casa en el auto. Cuando me voy haciendo a la idea que seremos menos pero que habrá fiestita, vuelve a sonar el timbre. ¡Es mi papá con otro grupito de chicas! ¿Qué hace mi papá en el pueblo si tenía que trabajar toda la tarde en el campo? “Me vine porque llovía”, me dice guiñándome un ojo. Hacen varios viajes cada uno, mi mamá en el auto y mi papá en la camioneta y así traen a todos los invitados. ¡Qué felicidad! Nunca más me enojaré con la lluvia. Hoy me hizo el mejor de los regalos. Esta hermosa lluvia de primavera me trajo a mis papás y a mis amigas.

Ya estamos todos. Entramos a casa y empieza la fiesta. Afuera llueve a cántaros y adentro, es mi cumpleaños.

lunes, 27 de enero de 2014

aquí y ahora

Navegando en un mar de dudas.
En este mar sin agua, que lo abarca todo, que me oprime.
En este otoño con sol de verano.
En esta tierra culpable, silenciosa.
Con estas ganas de huir, de encontrar agua y desaparecer.
Con este síndrome abandónico, ¿seré yo la que abandone?
Dudar. Sentir que no soy elegida, amada, valorada.
Dudar de todo y de todos. Dudar de mí.
Ser capaz de tanto bueno y tanto malo.
Temerle a mi voluntad, insaciable, peligrosa.
Demandar, ser el centro.
Preguntarme tantos por qués.
Aceptarme, modificarme.
Aceptarme, modificarme.
Pretender, confundir, reprochar.
En este barco sin agua,

me siento perdida.