No elegí ser mamá y ese hecho fortuito, trampa del
destino, del subconsciente, o como queramos llamarlo según quién lo analice,
marcó para siempre mi relación con la maternidad y con mis hijas.
Quedé embarazada a los 16 años y para mi significó,
simplemente, el pasaporte para irme de casa con el amor de mi vida. No concibo
mi maternidad sin lo esencial, lo fundacional en esta historia que comenzó hace
25 años, el amor y la presencia de mi pareja.
Hace muchos años vi por casualidad un informe de un
matrimonio de Estados Unidos donde explicaban que para ellos era mucho más
importante la relación de pareja que la relación con sus hijos. Que era difícil
de entender para todos pero que así lo llevaban y eran muy felices. Yo era
chica pero lo entendí y me sentí muy identificada. Mis hijas mayores entienden
que para nosotros es muy importante el “nosotros”, estar solos, hacer cosas sin
ellas. Supongo que se lo debemos al hecho de no haber compartido nunca nuestra
vida de pareja sin niños. Cuando nos fuimos a vivir en familia, mi hija ya había
nacido y ahí comenzó un ansia, una necesidad de poder estar, alguna vez, solos.
Hecho que tuvo que esperar años para hacerse realidad.
No soy una mamá “enamorada” de sus hijas. Esas mamás que
es de lo único que hablan, de sus hijos, sean chiquitos, medianos o grandes. Y
hablan de ellos como si fueran los hijos más importantes en el universo de los
hijos. Lejos de toda realidad, todos somos hijos y todos tenemos una madre. No
somos tan especiales. Creo que la maternidad te quita todo, todo lo que eras, lo
que querías ser. Pero te da otras cosas, quizá, mucho más importantes y
valederas. Te da la posibilidad de cambiar y ser una mejor persona. Cuando me
fui de casa, a vivir a una ciudad, lejos de mis padres, lloraba por las noches.
Lloré todas las noches durante meses repitiendo “no voy a poder”. Y no me
refería a poder llevar adelante una familia, una casa, un matrimonio, la
facultad, tenía miedo de no ser capaz de criar a un niño, no desde el punto de
vista filosófico, no, simplemente desde las cuestiones domésticas más simples. Tenía
miedo que se enfermera y yo no me diera cuenta, por ejemplo. Tuve que madurar
para ser mamá, era adolescente y necesité cambiar muchas actitudes para poder
enfrentar todos los días a una niña que me necesitaba con los pies sobre la
tierra, coherente, paciente. Ese ser que manejaba mi vida, que me ataba, que me
dejó sin alas, fue el mismo ser que me enseñó a demostrar cariño, a no sentirme
sola, a ser feliz.
Hoy que mis hijas
son grandes la maternidad se lleva fantásticamente. Son mis compañeras, en las
buenas y en las malas, proyectamos, organizamos, nos apoyamos. Saben que
necesito mis espacios, sola y con su padre, que cuentan conmigo pero que no me
gustan lo pegoteos. Que me baso en la confianza y en darles las herramientas
para que se sientan seguras y libres. Pero que no seré yo quien llame todos los
días para ver qué hacen. Que respeto sus vidas como respetan la mía. Que lo
único que les pido desde pequeñas es una relación basada en la verdad y en la
libertad. Y aunque costó, fuimos encontrando el equilibrio. Lo mío no son los
juegos, los besos ni los chistes, eso queda en el terreno del padre. Conmigo
charlan, estudian, leen, vamos al cine. Alentamos entre los cinco la
independencia y el amor. Soy una madre que no sigue libros ni consejos, apoyar
en las buenas, estar atenta en las malas, no mucho más, una madre casi
libertina en cuestiones sexuales, una madre coherente que no olvida que fue
madre adolescente. Una mujer que maduró como persona y como madre a la par de
su hija, todo al mismo tiempo. Una madre que aprendió que aunque los hijos
crezcan, se es madre para toda la vida.
madre-niña madre-bebé
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