Hoy a la tardecita salí
a caminar. No hay palabra más linda que tardecita. Y tan certera. Ese rato de
tiempos muertos que tengo desde que vuelvo de trabajar y la cena. La tardecita
que cobra más sentido y peso en el verano, porque es más larga y porque hace calor.
Salgo a caminar todos
los días. En el invierno, a la siesta, cuando empieza el calor, a la tardecita.
Imposible salir a caminar a la siesta un día como hoy con 37ª de sensación
térmica. Salgo sola, porque quiero despejarme, pensar mis cosas, sacar
conclusiones, llorar detrás de los anteojos de sol. Observar. Si salgo con
alguna amiga se conversa mucho y vuelvo nerviosa, acelerada. Cuando el celular
logra terminar el día con algo de batería me lo llevo y escucho la radio. Una específica,
un programa concreto que me gusta. No tengo música en el celular. Nunca tuve.
Tengo un recorrido
rutinario. Evito las calles donde pasan muchos autos, gente, motos, bicis,
perros. Pero a la vez, no tengo muchas opciones. Camino aproximadamente unas
cuarenta cuadras. Nada del otro mundo. Cuarenta cuadras, cincuenta minutos.
Siempre igual.
Pero hoy fue
diferente. Fui testigo de algo que trato de olvidar pero no puedo. Cuando
estaba caminando por el veredón, llegando a la punta de la avenida, veo venir a
una chica con la que tuve una reunión de trabajo hoy a la tarde. La reconocí a
lo lejos, la saludé y le di la espalda porque tenía que pegar la vuelta.
Alcancé a ver que entre las piernas le caminaba un perrito, chiquito, negro y
blanco. Lo que yo llamo un cusquito. Pensé que sería de ella. Mucha gente
camina con sus perros, algunos atados, otros sueltos. Yo lo intenté un par de
veces con mi Adela pero no dio resultado, me la pasé buscándola y retándola
porque se distraía con cientos de cosas y no me seguía. Cuando le conté al veterinario
la anécdota me alertó. Me dijo que no la lleve más porque era peligroso. Por la
calle, los autos. Además pobre mi gorda, volvió cansadísima.
La escuchaba a Norma
que me camina por detrás, cerca. Vi como el perrito se adelantaba, me seguía a mí,
después a una chica que pasó corriendo, después pegó la vuelta con unas señoras
que venían de frente, después en la calle siguiendo a otras chicas en rollers.
Y así. Cuando lo tuve cerca, adelante mío lo miré bien. El amor que siento por
mi perra hizo que de a poco me fuera enamorando de todos los animales del
universo. Siento una empatía enorme hacia ellos. Y los perros me pueden. En un
momento siento que alguien comenta algo sobre él. De quien será, estará
perdido. Yo convencida que era de Norma. Después de varias cuadras, de pronto
siento el ruido de una moto grande, miro para la calle y veo justo al lado mío,
sobre el borde del cordón, al perrito salir volando. La moto lo había atropellado,
o enganchado con alguna parte. Hizo una pirueta en el aire y cayó sobre el
césped. Lo miré, le miré los ojitos, la panza que respiraba, como en una
película en cámara lenta y pensé, segurísima, ahora se levanta, no pasa nada. No
hubo ningún ruido trágico, fue como si nada hubiera pasado. Pero en esos
segundos que pasaron nada pasó. Seguí avanzando y escucho cómo las personas que
habían visto todo de frente y Norma que venía detrás dicen, ay nooo, está
muerto. No pude parar, ni siquiera pude mirar para atrás. Seguí caminando y automáticamente
empecé a pensar en mi papá. En los años que me iba a dormir con el teléfono
cerca pensando que llegaría el llamado avisando de su muerte. Y lloré, lloré.
Por mi papá, por su muerte que siento cada vez más cercana. Por las excusas
para llorar. Por el perrito, por todo lo que me duele en estos días. Por mí.
Y también me acordé
en el último entierro que estuve, de una muerte ridícula, cercana, totalmente inesperada,
viendo a tanta gente joven llorar desconsoladamente y saber, certeramente que
no todos lloraban por el muerto. Que algunos lloraban por los vivos y otros,
por ellos mismos.
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